El día que mi esposo se fue: Entre el abandono y la esperanza

—¿De verdad vas a dejarme hoy? —le pregunté a Ernesto, con la voz quebrada y las manos temblorosas mientras veía cómo cerraba su maleta azul, esa que compramos juntos en el mercado de San Telmo hace más de veinte años.

No me miró. Ni siquiera se atrevió a sostenerme la mirada. El reloj marcaba las ocho de la mañana y el aroma del café recién hecho se mezclaba con el de mi torta de cumpleaños, que todavía estaba en la mesa, intacta. Afuera, la ciudad de Córdoba seguía su ritmo, indiferente a mi tragedia personal.

—Lo siento, Lucía. No puedo seguir fingiendo. Necesito vivir algo diferente —dijo, casi en un susurro, como si temiera que sus palabras pudieran romper el aire denso que nos envolvía.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo era posible? ¿Después de treinta y dos años juntos, después de criar a nuestros hijos, después de tantas luchas y sueños compartidos? ¿Así terminaba todo?

Me senté en la silla de la cocina, incapaz de moverme. Ernesto salió sin mirar atrás. Escuché el portazo y supe que esa era la última vez que lo vería como mi esposo. El silencio que quedó fue ensordecedor.

Las horas siguientes fueron un torbellino de llamadas y mensajes. Mi hija mayor, Mariana, llegó primero. Me abrazó fuerte, pero no pudo evitar preguntarme:

—¿Qué pasó, mamá? ¿Peleaste con papá otra vez?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que no hubo pelea, solo una decisión fría y repentina? Mi hijo menor, Tomás, llegó después. Él no lloró; solo apretó los dientes y salió a dar una vuelta por el barrio.

Esa noche, la casa estaba llena de murmullos y reproches. Mariana decía que yo debía haberme dado cuenta antes, que Ernesto llevaba meses distante. Tomás me culpaba por no haber luchado más por nuestra familia. Yo solo quería desaparecer.

Los días pasaron lentos. La soledad era como una sombra pegajosa que no me soltaba. Mis amigas del club de lectura intentaron animarme:

—Lucía, vos sos fuerte. Esto es solo una etapa —me decía Graciela mientras compartíamos mate en la plaza.

Pero yo no me sentía fuerte. Me sentía vacía. Cada rincón de la casa tenía recuerdos: las risas en la cocina, las peleas por tonterías, las noches de insomnio esperando que los chicos volvieran sanos y salvos.

Una tarde, mientras ordenaba el ropero de Ernesto —o lo que quedaba de él— encontré una carta vieja. Era mía, escrita en 1993, cuando todavía soñábamos con viajar a Machu Picchu y tener una casa propia. La leí en voz alta y lloré como no lloraba desde la muerte de mi madre.

Empecé a preguntarme en qué momento nos perdimos. ¿Fue cuando Ernesto perdió su trabajo en la fábrica? ¿O cuando yo empecé a cuidar a mi padre enfermo y dejé de prestarle atención? ¿O simplemente nos desgastamos con los años?

Una noche, Mariana me enfrentó:

—Mamá, tenés que dejar de vivir en el pasado. Papá eligió irse. Vos tenés derecho a ser feliz también.

Sus palabras me dolieron, pero también me despertaron. ¿Y si tenía razón? ¿Y si todavía podía empezar de nuevo?

Decidí buscar ayuda profesional. La psicóloga del centro comunitario me escuchó sin juzgarme.

—Lucía, vos no sos culpable del abandono de tu esposo. Pero sí sos responsable de tu propio bienestar —me dijo con una sonrisa cálida.

Empecé a salir más. Volví a tomar clases de cerámica en el centro cultural del barrio Güemes. Conocí a otras mujeres en situaciones similares: Marta, que fue abandonada por su pareja después de cuarenta años; Rosa, que enviudó joven y tuvo que criar sola a sus hijos.

Entre charlas y risas tímidas, fui recuperando pedacitos de mí misma. Aprendí a disfrutar mi soledad: los domingos leyendo en el parque Sarmiento, los desayunos sin apuro mirando las montañas desde mi balcón.

Pero no todo era fácil. Las fiestas familiares eran un campo minado. Mi suegra me miraba con lástima; mis cuñadas cuchicheaban a mis espaldas. Algunos amigos dejaron de invitarme a reuniones porque «una mujer sola incomoda».

Un día recibí un mensaje inesperado: Ernesto quería hablar conmigo. Nos encontramos en una cafetería del centro. Estaba más flaco y tenía ojeras profundas.

—Lucía… No vine a pedirte perdón ni a volver —dijo—. Solo quería agradecerte por todos estos años y decirte que estoy bien.

Sentí una mezcla extraña de alivio y rabia.

—Espero que encuentres lo que buscás —le respondí—. Yo también lo estoy intentando.

Salí del café sintiéndome más liviana. Por primera vez en meses, sentí que podía respirar sin ese peso en el pecho.

Hoy cumplo 56 años. Mariana me preparó una torta casera y Tomás vino con su novia nueva. Reímos juntos y hasta bailamos un poco en el patio. Miré alrededor y entendí que mi vida no terminó con la partida de Ernesto; simplemente cambió de forma.

A veces todavía duele —sobre todo cuando veo parejas mayores caminando juntas por la costanera— pero también siento esperanza. Si pude sobrevivir al abandono más doloroso de mi vida, ¿qué otra cosa no podré lograr?

Me pregunto: ¿cuántas mujeres habrán sentido este vacío? ¿Cuántas habrán encontrado fuerza donde creían que solo había ruinas? ¿Y vos? ¿Qué harías si tu mundo se desmorona en un solo día?