El día que mi vida cambió: entre flores y despedidas

—¿Por qué justo hoy, Ernesto? —mi voz temblaba mientras sostenía el ramo de lirios que me regalaron mis compañeras de la escuela. El papel celofán crujía entre mis manos sudorosas. Él no me miró a los ojos. Tenía la maleta lista junto a la puerta, como si hubiera estado esperando este momento durante años.

—Porque merezco una vida nueva, Lucía. Ya no quiero seguir fingiendo —dijo, con esa calma cruel que sólo tienen los que ya tomaron una decisión.

Me quedé parada en medio de la sala, rodeada de globos y tarjetas de felicitación. Afuera, el bullicio de la Ciudad de México seguía su curso, ajeno a mi tragedia. Apenas unas horas antes, mis colegas me abrazaban entre risas y lágrimas, celebrando mis 34 años como maestra en la primaria Benito Juárez. Me sentía querida, útil, parte de algo. Ahora, en mi propia casa, era una extraña.

—¿Hay otra mujer? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta. Había notado los mensajes en su celular, las salidas nocturnas, el perfume ajeno en su camisa.

Ernesto suspiró y asintió. —Se llama Patricia. La conocí en el club de ajedrez. Me hace sentir vivo otra vez.

Sentí que me arrancaban el aire. ¿Vivo? ¿Y yo? ¿Acaso no era suficiente haber criado juntos a dos hijos, haber pagado la hipoteca con doble turno, haber soportado sus silencios y sus crisis?

—¿Y qué se supone que haga yo ahora? —mi voz era apenas un susurro.

Él recogió la maleta y se encogió de hombros. —No lo sé, Lucía. Pero yo ya no puedo seguir aquí.

La puerta se cerró tras él con un golpe seco. El eco resonó en mi pecho mucho después de que se fuera.

Esa noche no pude dormir. El departamento parecía más grande y más frío. Me senté en la cama con las luces apagadas, repasando cada momento de los últimos años: las cenas silenciosas, las vacaciones canceladas por falta de dinero, las discusiones por tonterías. ¿En qué momento dejamos de ser un equipo?

Al día siguiente, mi hija Mariana llegó temprano. Traía pan dulce y café del Oxxo.

—Mamá, ¿qué pasó? Papá me llamó anoche… —su voz se quebró.

No supe qué decirle. Me sentí avergonzada, como si yo fuera la culpable del abandono. Mi hijo menor, Diego, llamó desde Monterrey. Su voz sonaba lejana y cansada:

—Mamá, vente a vivir conmigo un tiempo. Aquí hay espacio…

Pero no quería ser una carga para nadie. Toda mi vida había sido independiente, fuerte, la que resolvía los problemas de todos.

Los días siguientes fueron una mezcla de llamadas incómodas de familiares, miradas compasivas de los vecinos y el silencio abrumador del departamento vacío. Mis amigas del trabajo me invitaban a desayunar, pero yo apenas podía salir de la cama.

Una tarde, mientras regaba las plantas del balcón, escuché a las vecinas chismorreando en el patio:

—Pobre Lucía… después de tantos años y él se va con una más joven…

Sentí rabia y vergüenza. ¿Por qué siempre somos nosotras las señaladas? ¿Por qué nadie le pregunta a Ernesto por qué destruyó una familia?

Pasaron semanas antes de que pudiera mirar mi reflejo sin llorar. Un día decidí ir al mercado de Coyoacán sola. Caminé entre los puestos de flores y artesanías, respirando el aire tibio del mediodía. Una vendedora me sonrió:

—¿Le gustan las bugambilias? Son resistentes… sobreviven a todo.

Compré un ramo y lo llevé a casa. Esa noche me senté a escribir en un cuaderno viejo: «Hoy empiezo de nuevo».

Empecé a asistir a talleres para adultos mayores en la Casa de Cultura del barrio. Aprendí cerámica, retomé la lectura y hasta me animé a bailar danzón en la plaza los domingos. Mariana venía a visitarme cada semana; Diego me llamaba por videollamada para contarme sus logros en el trabajo.

Un día recibí una carta de Ernesto. Decía que estaba arrepentido, que Patricia lo había dejado y que se sentía solo. Me pedía perdón y preguntaba si podía volver.

Me temblaron las manos al leerla. Recordé todas las noches en vela, los insultos velados, la soledad compartida durante años. Pensé en todo lo que había reconstruido sola: mi rutina, mis amistades, mi dignidad.

Cuando Mariana vino a verme esa tarde, le mostré la carta.

—¿Y qué vas a hacer, mamá?

La miré a los ojos y sentí una paz nueva dentro de mí.

—Voy a seguir adelante —le respondí—. Por primera vez en mucho tiempo, siento que esta vida es mía.

Esa noche dormí tranquila por primera vez desde que Ernesto se fue.

A veces me pregunto si es posible empezar de nuevo después de los 60 años. ¿Cuántas mujeres como yo han tenido que reinventarse cuando todo parecía perdido? ¿Cuántas veces nos han dicho que ya es tarde para soñar?

¿Ustedes qué harían si tuvieran que empezar otra vez desde cero? ¿Perdonarían o seguirían adelante?