El don oculto de Emiliano: una vida entre sombras y esperanza
—¡Emiliano! ¿Por qué no ayudas a tu padre en vez de estar perdiendo el tiempo con esa guitarra vieja? —El grito de mi madre rebotó en las paredes de la cocina, mezclándose con el aroma amargo del café quemado y el rechinar de la puerta que mi padre acababa de cerrar tras de sí.
Me quedé quieto, con los dedos aún temblando sobre las cuerdas. Afuera, el sol apenas asomaba entre los cañaverales y el motor oxidado de la camioneta de Don Ernesto rugía como cada mañana, llevándolo al campo. Yo tenía diecisiete años y ya sentía el peso de una vida que no era la mía.
—Mamá, sólo quiero terminar esta canción…
—¡Canción! —bufó ella, limpiándose las manos en el delantal—. Aquí lo que se necesita es trabajo, no sueños. ¿O quieres acabar como tu tío Julián?
Mi tío Julián, el loco del pueblo, que se fue a la Ciudad de México a buscar fortuna como cantante y regresó derrotado, con los bolsillos vacíos y la mirada perdida. Nadie hablaba mucho de él, pero su historia era un fantasma que rondaba cada vez que yo tocaba una nota.
Guardé la guitarra bajo la cama cuando escuché los pasos de mi hermano menor, Diego. Él siempre me miraba con una mezcla de admiración y miedo, como si yo fuera capaz de desafiar las reglas invisibles que nos ataban a ese pedazo de tierra.
—¿Vas a ir hoy al ensayo? —susurró Diego, asomándose por la puerta.
Asentí en silencio. Habíamos formado un pequeño grupo con otros chicos del pueblo: Mariana en la voz, Toño en la batería improvisada con latas y yo en la guitarra. Ensayábamos en el viejo granero de Don Chucho, lejos de las miradas críticas.
Esa tarde, mientras recogía cañas bajo el sol ardiente, sentí cómo la rabia me quemaba por dentro. ¿Por qué tenía que esconder lo que amaba? ¿Por qué mi padre nunca me miraba a los ojos cuando hablaba de mi futuro?
Esa noche, después de cenar frijoles y tortillas frías, me atreví a preguntar:
—Papá… ¿alguna vez soñaste con otra vida?
Don Ernesto dejó caer la cuchara y me miró largo rato. Sus manos callosas temblaban apenas.
—Los sueños no llenan la barriga, Emiliano. Aquí se sobrevive trabajando. Eso es todo.
Me tragué las ganas de gritarle que yo no quería sobrevivir, quería vivir. Pero en Veracruz los hombres no lloran ni sueñan en voz alta.
Pasaron los meses y nuestro grupo empezó a llamar la atención. Tocamos en la fiesta patronal y hasta nos invitaron a un concurso en Xalapa. Mariana estaba emocionada; Toño decía que era nuestra oportunidad. Pero yo sentía el miedo crecer como una sombra detrás de mí.
La noche antes del concurso, mi madre me encontró afinando la guitarra.
—¿Vas a irte también tú? —preguntó con voz quebrada.
—No me voy… sólo quiero intentarlo.
Ella se sentó a mi lado y por primera vez vi lágrimas en sus ojos.
—Tu padre perdió todo por confiar en su hermano. No soportaría verte fracasar igual.
Quise abrazarla, decirle que no todos los sueños terminan mal. Pero sólo pude prometerle que volvería pase lo que pase.
El viaje a Xalapa fue una mezcla de nervios y esperanza. Cuando subimos al escenario, mis manos temblaban tanto que pensé que no podría tocar. Pero entonces vi a Mariana sonreírme y recordé todas esas tardes escondidos en el granero, soñando juntos.
La música fluyó como nunca antes. El público aplaudió y por un momento sentí que todo era posible. Ganamos el segundo lugar y nos ofrecieron tocar en una radio local. Era poco, pero para nosotros era todo.
Regresé al pueblo con el corazón hinchado de orgullo… hasta que vi la cara de mi padre esperándome en la puerta.
—¿Eso es lo que quieres? ¿Ser un payaso para los ricos? —escupió las palabras como veneno.
—No soy un payaso —le respondí con voz firme—. Soy músico.
Esa noche dormí en el granero. Diego me llevó una manta y se quedó conmigo en silencio. Sentí que había perdido a mi familia por seguir mi sueño.
Los días siguientes fueron duros. Nadie me hablaba en casa; algunos vecinos murmuraban a mis espaldas. Pero también hubo quienes me felicitaron en secreto: Don Chucho me regaló una guitarra mejor; Doña Lupita me invitó a tocar en su cumpleaños.
Un día, mientras tocaba solo bajo el árbol de mango, mi padre se acercó sin hacer ruido. Se sentó frente a mí y me miró largo rato.
—Cuando tenía tu edad —dijo al fin— también quise ser otra cosa. Pero no tuve valor.
No supe qué decirle. Sólo toqué una canción suave, una que hablaba de esperanza y reconciliación. Cuando terminé, vi lágrimas en sus ojos por primera vez.
No todo cambió de inmediato. Seguimos peleando, seguimos teniendo miedo. Pero poco a poco mi familia empezó a aceptar que mi don no era una maldición sino una bendición.
Hoy sigo viviendo en Veracruz, tocando donde puedo y enseñando música a los niños del pueblo. Mi madre ya no grita cuando me oye tocar; mi padre incluso me acompaña a veces a los ensayos.
A veces me pregunto: ¿cuántos talentos se pierden por miedo? ¿Cuántos Emilianos hay escondidos en cada rincón de Latinoamérica esperando ser escuchados?
¿Y tú? ¿Te atreverías a luchar por tu sueño aunque todos te digan que no?