El eco de la felicidad: La historia de Verónica

—¿Por qué vuelves ahora, Verónica? —La voz de mi hermana Lucía me recibe antes que el abrazo. El polvo del camino aún baila en el aire cuando bajo del bus, con la maleta apretada entre los dedos y el corazón latiendo como si quisiera escaparse.

No sé si responderle. Hace meses que no vengo al pueblo, años desde que me fui a Bogotá a estudiar medicina y, después, a trabajar en el hospital. Mamá envejece sola en la casa de adobe, y Lucía, con sus hijos y su marido, apenas puede ayudarla. Yo… yo siempre he estado lejos. Demasiado lejos.

—Vine a verlas —digo al fin, tragando el nudo en la garganta—. Mamá me llamó. Dice que se siente cansada.

Lucía me mira con esos ojos oscuros que heredamos de papá. Hay reproche en su mirada, pero también un brillo de esperanza. Me toma del brazo y caminamos juntas por la calle empedrada, entre gallinas y niños jugando a la pelota.

La casa huele a café recién hecho y a recuerdos. Mamá está sentada en su mecedora, el cabello blanco recogido en un moño desordenado. Cuando me ve, sonríe con una alegría tan pura que me duele.

—¡Mi niña! —exclama—. Pensé que no vendrías nunca.

Me arrodillo a su lado y la abrazo. Siento sus huesos frágiles bajo mis manos. Me invade la culpa: ¿cómo pude dejarla tanto tiempo sola?

Esa noche, cenamos arepas y queso fresco bajo la luz amarilla de un bombillo viejo. Lucía habla de sus hijos, de las lluvias que arruinaron la cosecha, de los vecinos que se fueron a Venezuela buscando trabajo. Yo escucho en silencio, sintiéndome una extraña en mi propia casa.

—¿Y tú, Verónica? —pregunta mamá—. ¿Sigues sola?

La pregunta cae como una piedra en el agua. Pienso en Camila, mi hija, que vive conmigo en Bogotá pero apenas me habla. Pienso en mi exesposo, Andrés, que se fue hace años sin mirar atrás.

—Sí, mamá —respondo—. Sigo sola.

Mamá suspira y me toma la mano.

—La soledad no es mala si uno sabe llenarla de cosas buenas —dice—. Yo aquí tengo mi jardín, mis gallinas… y ahora las tengo a ustedes.

Lucía sonríe con tristeza. Sé que para ella la vida tampoco ha sido fácil: su marido bebe demasiado y el dinero nunca alcanza. Pero aquí está, luchando cada día.

Esa noche no puedo dormir. Escucho el canto lejano de los grillos y pienso en todo lo que he perdido por perseguir una carrera, por buscar una vida mejor lejos del pueblo. ¿De qué sirve salvar corazones ajenos si no puedo sanar el mío?

A la mañana siguiente, acompaño a mamá al mercado. La gente nos saluda con familiaridad; algunos me preguntan por qué no vengo más seguido. Siento sus miradas como agujas.

En el puesto de frutas, mamá se detiene a hablar con doña Rosa, una vecina de toda la vida.

—Verónica es doctora en Bogotá —dice mamá con orgullo—. Salva vidas todos los días.

Doña Rosa me mira con admiración y un poco de lástima.

—Eso está bien, mija —dice—. Pero no olvide que aquí también la necesitamos.

De regreso a casa, mamá tropieza y casi cae. La sostengo fuerte y siento lo frágil que está.

—Ya no soy la misma de antes —me dice en voz baja—. Pero soy feliz, Verónica. Más feliz que nunca.

Me sorprende su confesión. ¿Cómo puede ser feliz con tan poco? ¿Con una casa vieja, un jardín descuidado y una familia rota?

Esa tarde, mientras riego las plantas con mamá, le pregunto:

—¿De verdad eres feliz?

Ella sonríe y asiente.

—Claro que sí. La felicidad no está en lo que uno tiene o deja de tener. Está aquí —se toca el pecho—. En saber que hice lo mejor que pude con lo que tuve.

Sus palabras me persiguen todo el día. Pienso en mi hija Camila: siempre ocupada con sus cosas, distante conmigo. ¿Será que yo también le fallé como madre?

Por la noche, Lucía y yo discutimos en la cocina.

—Tú siempre fuiste la favorita —me dice entre lágrimas—. Mamá te perdonó todo: irte del pueblo, dejarla sola… Yo me quedé aquí cargando con todo.

Me duele escucharla. Sé que tiene razón.

—Lo siento, Lucía —le digo—. Nunca quise hacerte daño.

Nos abrazamos llorando como niñas. Por primera vez en años siento que algo se rompe dentro de mí: el orgullo, la distancia… todo eso ya no importa.

El domingo por la mañana recibo una llamada urgente del hospital: necesitan que regrese cuanto antes. Debo irme antes de lo planeado.

Mamá me despide en la puerta con un abrazo largo y silencioso.

—No te preocupes por mí —me susurra al oído—. Yo ya encontré mi felicidad aquí. Ahora ve y busca la tuya.

En el bus de regreso a Bogotá miro por la ventana los campos verdes y las montañas azules perdiéndose en el horizonte. Siento una mezcla de tristeza y esperanza.

Al llegar a casa encuentro a Camila sentada en la sala, mirando su celular. Me acerco y le acaricio el cabello como cuando era niña.

—¿Podemos hablar? —le pregunto.

Ella asiente sin mirarme.

—Fui al pueblo a ver a tu abuela —le digo—. Me hizo pensar en muchas cosas… En lo importante que es estar cerca de quienes amamos.

Camila guarda silencio unos segundos antes de responder:

—A veces siento que no te importo —susurra—. Siempre estás ocupada con tu trabajo…

Siento un nudo en la garganta. La abrazo fuerte.

—Perdóname —le digo—. Quiero cambiar eso.

Esa noche ceno con Camila sin teléfonos ni distracciones. Hablamos de cosas simples: la universidad, sus amigos, sus sueños. Por primera vez en mucho tiempo siento que estoy donde debo estar.

Hoy entiendo lo que mamá quiso decirme: la felicidad no tiene límites cuando uno aprende a valorar lo pequeño, lo cotidiano, lo verdadero.

¿Será posible sanar las heridas del pasado? ¿O solo podemos aprender a vivir con ellas y encontrar nuestra propia forma de ser felices? ¿Ustedes qué piensan?