El eco de la lluvia: Una historia de esperanza perdida
—¡Mamá, ya no quiero estos zapatos! —gritó Emiliano desde la puerta, con los pies empapados y los cordones deshilachados—. Todos en la escuela se burlan de mí.
Me quedé helada, con la cuchara suspendida sobre la olla de frijoles. El vapor empañaba mis lentes y el olor a humedad se mezclaba con el del guiso barato. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina como si quisiera arrancarlo. Miré mi cartera: dos billetes arrugados de cien pesos, nada más. Faltaban seis días para la quincena y ya no sabía cómo estirar el dinero.
—Emi, ven acá —le dije, tratando de sonar firme—. Si te cuidas esos zapatos, te van a durar más. Ya casi es tu cumpleaños, ¿sí? Prometo que para entonces tendrás unos nuevos.
Vi cómo sus ojos se llenaban de lágrimas. Tenía apenas nueve años, pero ya conocía el sabor amargo de la espera y la carencia. Se fue a su cuarto sin decir nada más, arrastrando los pies sobre el piso frío.
Me apoyé en la mesa y sentí cómo el cansancio me recorría los huesos. Desde que Julián nos dejó, todo era cuesta arriba. Mi mamá me decía que debía buscarme otro hombre, alguien que «me ayudara con los gastos», pero yo no quería volver a depender de nadie. Prefería mil veces romperme la espalda limpiando casas ajenas que volver a sentirme invisible en mi propia vida.
Esa noche, mientras Emiliano dormía abrazado a su peluche remendado, me senté junto a la ventana y miré las luces lejanas del centro. Pensé en mi hermana Lucía, que vivía en Monterrey y siempre me decía que me fuera con ella. Pero yo no podía dejar mi barrio, mis recuerdos, ni a mi madre enferma.
A la mañana siguiente, el despertador sonó antes del alba. Preparé dos tortas de frijoles y un café aguado. Emiliano se vistió en silencio. Cuando le di su lonchera, me miró con una mezcla de tristeza y resignación.
—¿Hoy sí vas a venir por mí temprano? —preguntó bajito.
—Claro que sí, mi amor —le respondí, aunque sabía que tendría que quedarme horas extra limpiando la casa de doña Teresa para poder comprarle aunque sea unos calcetines nuevos.
El día pasó lento y pesado. Mientras tallaba el piso de mármol, escuchaba a doña Teresa hablar por teléfono sobre su viaje a Cancún. Pensé en lo fácil que parecía su vida y sentí una punzada de rabia y envidia. ¿Por qué unas tienen tanto y otras tan poco?
Al salir del trabajo, corrí a la escuela de Emiliano bajo una lluvia persistente. Lo encontré sentado solo en las gradas, con los zapatos llenos de lodo y los ojos rojos.
—¿Por qué no tengo papá como los demás? —me preguntó de repente, sin mirarme.
Sentí que el corazón se me partía en dos.
—A veces la vida no es justa, Emi —le dije, abrazándolo fuerte—. Pero tienes una mamá que te ama más que a nada en este mundo.
Caminamos juntos bajo el paraguas roto hasta llegar al departamento. Esa noche cenamos sopa instantánea y pan duro. Emiliano dibujó un par de zapatos nuevos en su cuaderno y me los mostró antes de dormir.
—¿Te gustan? Son rojos, como los que tenía Diego en la escuela.
—Me encantan —le dije, besándole la frente—. Algún día tendrás unos así.
Pero por dentro sentía que le estaba mintiendo.
Los días siguientes fueron una lucha constante: el gas se acabó antes de tiempo, mi mamá tuvo una recaída y tuve que pedirle dinero prestado a Lucía para comprarle medicinas. En el trabajo, doña Teresa empezó a descontarme horas porque «no había suficiente polvo» para limpiar.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio común, escuché a las vecinas hablar sobre mí:
—Pobre Mariana, siempre tan sola…
—Dicen que Julián ya tiene otra familia en Puebla.
—¿Y su hijo? ¿No le manda nada?
Sentí una mezcla de vergüenza y rabia. ¿Por qué todos opinaban sobre mi vida? ¿Por qué nadie veía lo mucho que luchaba cada día?
Esa noche discutí con mi mamá. Me reclamó por llegar tarde y por no tener dinero para pagar la luz.
—¡Siempre lo mismo contigo! —gritó—. Si hubieras hecho caso y te hubieras casado con Pedro, ahora no estarías así.
—¡Prefiero esto mil veces antes que vivir amargada! —le respondí llorando—. ¡No entiendes lo difícil que es ser madre sola!
Emiliano escuchó todo desde su cuarto. Al rato salió y me abrazó sin decir palabra.
Pasaron los días y llegó el cumpleaños de Emiliano. No tenía para comprarle los zapatos rojos ni un pastel decente. Con lo poco que me quedaba, le hice un pastelito de zanahoria y le envolví un libro usado que encontré en el tianguis.
Cuando vio el pastel con una sola vela y el regalo envuelto en papel periódico, sonrió tímido.
—Gracias, mamá —me dijo bajito—. Eres la mejor mamá del mundo.
Lloré esa noche como nunca antes. No por tristeza, sino por la fuerza silenciosa de mi hijo, por su capacidad de agradecer incluso cuando no tenía casi nada.
Unos días después, recibí una llamada inesperada: Lucía me ofrecía trabajo en su pequeño restaurante en Monterrey. Dudé mucho antes de aceptar; significaba dejar todo atrás: mi barrio, mi madre enferma… pero también era una oportunidad para darle algo mejor a Emiliano.
Esa noche hablé con él:
—¿Te gustaría irnos a vivir a Monterrey con tu tía Lucía?
Me miró con miedo y esperanza al mismo tiempo.
—¿Allá podré tener zapatos nuevos?
Le sonreí entre lágrimas.
—Allá vamos a empezar de nuevo, hijo.
Empacamos nuestras pocas cosas y nos despedimos del barrio entre abrazos y lágrimas contenidas. Mi mamá lloró mucho pero al final me abrazó fuerte:
—Hazlo por tu hijo… pero no te olvides de mí.
El viaje fue largo y silencioso. Mientras veía pasar los paisajes grises por la ventana del autobús, sentí miedo e incertidumbre… pero también una chispa de esperanza que hacía mucho no sentía.
Hoy escribo esto desde un cuartito prestado en Monterrey. Emiliano ya tiene zapatos nuevos —no rojos como quería, pero limpios y sin agujeros— y yo trabajo duro todos los días para darle una vida mejor.
A veces me pregunto si tomé la decisión correcta… ¿Cuántas madres más estarán luchando solas como yo? ¿Cuántos niños sueñan con cosas simples mientras sus madres hacen milagros cada día? ¿Vale la pena sacrificarlo todo por un poco de esperanza?