El eco de los años: Cuando el matrimonio deja de ser un sueño
—¿Y tú, mamá? ¿Nunca pensaste en casarte otra vez? —La pregunta de Mariana, mi hija menor, retumbó en la sala como un trueno inesperado. Era mi cumpleaños número 62 y la mesa estaba llena de risas, tamales y el aroma dulce del atole. Pero su pregunta cortó el aire y todos callaron, esperando mi respuesta.
Miré a Mariana, con sus ojos grandes y llenos de vida, tan parecidos a los míos cuando tenía su edad. Recordé entonces la última vez que me puse un vestido blanco: tenía 24 años, el corazón lleno de ilusiones y una fe ciega en que el amor todo lo podía. Me casé con Ernesto en la iglesia del pueblo, bajo un cielo que prometía eternidad. Pero la eternidad, aprendí después, es solo una palabra bonita.
Ernesto murió joven, víctima de un infarto fulminante cuando apenas cumplíamos diez años de casados. Me quedé sola con tres hijos pequeños y una casa que se sentía demasiado grande. La familia de Ernesto me ayudó al principio, pero pronto cada quien siguió su camino. Mi madre me decía: “No puedes quedarte sola, hija. Una mujer necesita un hombre para estar completa”. Pero yo solo sentía cansancio y miedo.
Los años pasaron entre jornadas dobles en la escuela primaria donde daba clases y noches interminables de insomnio. Los hombres venían y se iban: algunos con promesas vacías, otros con miradas que pesaban más que las palabras. Mi hermana Lucía insistía: “No seas terca, Consuelo. Busca compañía, aunque sea por no estar sola”. Pero yo había aprendido a disfrutar mi soledad, a encontrar paz en el silencio de mi cuarto cuando los niños dormían.
A los 45 años, cuando mis hijos ya eran adolescentes, conocí a Julián. Era viudo también, con una risa contagiosa y manos grandes que sabían consolar. Salimos juntos casi dos años. Él quería casarse; yo no. Discutimos muchas veces:
—¿Por qué no quieres formalizar? —me preguntaba Julián una tarde en el parque.
—Porque no quiero volver a perderme en alguien más —le respondí sin mirarlo—. Porque ahora sé quién soy.
Él no lo entendió y se fue. Me dolió su partida, pero no tanto como para arrepentirme.
En el pueblo, las lenguas nunca descansan. “Consuelo ya se quedó para vestir santos”, decían las vecinas mientras barrían la banqueta. Al principio me dolía, pero después aprendí a reírme de sus comentarios. ¿Por qué debía sentirme incompleta por no tener marido? ¿Por qué el matrimonio era visto como la única meta válida para una mujer?
Mis hijos crecieron y se fueron a la ciudad. Mariana fue la última en irse; se casó joven y ahora tiene dos niños que llenan mi casa de gritos y juguetes cada vez que vienen de visita. A veces siento nostalgia por los días en que la casa estaba llena, pero también agradezco el silencio que me permite escuchar mis propios pensamientos.
Hace unos años, conocí a Don Pedro en el mercado. Es viudo también, y nos tomamos un café cada domingo después de misa. Hablamos de todo: política, recetas, los nietos… A veces me toma la mano y yo no la suelto. Pero nunca hemos hablado de matrimonio. No hace falta.
La gente sigue preguntando:
—¿Y cuándo se casan?
Yo sonrío y cambio de tema.
A veces me pregunto si soy egoísta por no querer compartir mi vida entera otra vez. Pero después recuerdo las noches en vela cuidando hijos enfermos sola; las veces que tuve que decidir entre pagar la luz o comprar zapatos nuevos para Mariana; las lágrimas escondidas tras la puerta del baño para que nadie me viera débil. Aprendí a ser fuerte sola. Aprendí a quererme sin depender de nadie más.
No niego que extraño el calor de un abrazo al final del día o la complicidad de una mirada compartida en silencio. Pero también disfruto mi libertad: leer hasta tarde sin que nadie me reclame, dormir del lado de la cama que yo quiera, decidir qué hacer con mi tiempo y mi dinero.
En este México nuestro, donde aún pesa tanto el qué dirán y donde las mujeres mayores somos invisibles para muchos, he encontrado mi lugar. No necesito un anillo ni una fiesta para sentirme amada o valiosa.
Esa noche, después del cumpleaños y cuando todos se fueron, Mariana se acercó a mí mientras lavábamos los platos.
—¿De verdad nunca te sentiste sola?
La miré a los ojos y le respondí:
—Sí, muchas veces. Pero aprendí que estar sola no es lo mismo que sentirse vacía.
Ahora, mientras escribo estas líneas desde mi pequeño jardín lleno de bugambilias y recuerdos, me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo han sentido culpa por elegir su propia compañía antes que un nuevo matrimonio? ¿Cuántas han callado sus verdaderos deseos por miedo al juicio ajeno?
Quizás no todas entiendan mi decisión. Pero hoy puedo decir con certeza: no necesito volver a casarme para sentirme completa. Mi vida es mía, con sus heridas y sus alegrías.
¿Y tú? ¿Crees que una mujer debe buscar siempre el matrimonio para sentirse realizada? ¿O es posible encontrar plenitud en la libertad y el amor propio?