El eco de los pasos perdidos

—¡Magdalena! ¡Por favor, no te vayas!— gritó Danka, con la voz rota por el llanto, mientras yo me detenía en el umbral de la puerta de la cocina. El vapor del café se mezclaba con el olor a humedad que subía desde el patio, donde la lluvia de anoche había dejado charcos y ramas desnudas. Era mi día libre, pero la paz no existía en esta casa desde hacía semanas.

Me llamo Magdalena Torres. Hace tres años me casé con Julián, un hombre bueno, trabajador, pero marcado por las cicatrices de su pasado. Danka es su hija de un matrimonio anterior; una niña de apenas ocho años, de ojos grandes y tristes, que llegó a mi vida como un susurro y ahora era un grito desesperado en mi conciencia.

Todo comenzó cuando la madre de Danka desapareció. Nadie sabe si fue por miedo, por cansancio o por alguna deuda que nunca nos confesó. Solo sé que una mañana nos llamaron del colegio: “La señora no vino a buscarla. ¿Puede usted venir?”. Desde entonces, Danka vivió con nosotros. Al principio fue difícil; yo no era su madre y ella lo sabía. Me miraba con desconfianza, como si temiera que yo también pudiera abandonarla.

—No llores, Danka— le dije esa mañana, intentando sonar firme. —Vamos a resolver esto juntas.

Pero nada era tan sencillo. Julián trabajaba todo el día en la fábrica de autopartes y yo hacía turnos dobles en el hospital municipal. Apenas nos veíamos; apenas podíamos hablar sin discutir por dinero o por las tareas del hogar. Y Danka… Danka se fue apagando poco a poco. Dejó de comer, dejó de hablar en clase. La directora me llamó una tarde:

—Magdalena, la niña necesita ayuda psicológica. Está retraída, dibuja cosas tristes… ¿Han pensado en buscar apoyo?

Sentí vergüenza. ¿Cómo no iba a notarlo? Pero en este país, ¿quién puede pagar terapia privada? El sistema público tiene listas de espera eternas y los asistentes sociales solo aparecen cuando ya es demasiado tarde.

Una noche, mientras lavaba los platos, Julián me dijo:

—No podemos más, Magda. No tenemos tiempo ni recursos. Quizás… quizás sería mejor que Danka fuera a un hogar temporal. Solo hasta que las cosas mejoren.

Sentí que me arrancaban el alma. ¿Cómo podía sugerir eso? Pero también entendía su desesperación. La casa era pequeña; la nevera estaba casi vacía; las cuentas se acumulaban en la mesa del comedor.

Esa noche no dormí. Escuché a Danka llorar bajito en su cuarto y me odié por pensar siquiera en dejarla ir. Recordé mi propia infancia en un barrio pobre de Buenos Aires, cuando mi madre tuvo que dejarme con una tía porque no podía alimentarme. El dolor del abandono nunca se olvida.

Al día siguiente llegó la trabajadora social. Era una mujer joven, con acento del interior y una carpeta llena de papeles.

—Señora Torres, hemos recibido una denuncia anónima sobre negligencia. Necesitamos evaluar si Danka está segura aquí.

Me temblaron las manos. Julián apretó los puños y Danka se escondió detrás mío.

—No somos malos padres— susurré.

La mujer nos miró con compasión, pero también con distancia profesional.

—A veces el amor no alcanza— dijo suavemente.

Durante días vivimos en vilo. La asistente social venía cada tarde; revisaba la heladera, preguntaba por los horarios escolares, miraba los dibujos de Danka pegados en la pared.

Una tarde lluviosa, mientras preparaba mate para todos, escuché a Danka hablar sola en su cuarto:

—Mamá… ¿dónde estás? ¿Por qué no venís por mí?

Me acerqué despacio y la vi abrazada a un peluche viejo. Me senté a su lado y le acaricié el pelo.

—No sé dónde está tu mamá, mi amor. Pero yo estoy acá.

Ella me miró con esos ojos enormes y asustados.

—¿Vos también te vas a ir?

Sentí un nudo en la garganta.

—No lo sé… Pero voy a luchar para quedarme.

El día decisivo llegó demasiado pronto. La asistente social volvió con dos policías y una orden judicial: “Por ahora, Danka debe ir al hogar San José hasta que se resuelva su situación”.

Danka gritó mi nombre mientras la subían al auto blanco. Julián lloraba como un niño y yo sentí que me partía en dos.

Las semanas siguientes fueron un infierno. La casa estaba vacía sin Danka; Julián y yo apenas nos hablábamos. Cada vez que llamaba al hogar para preguntar por ella me decían: “Está bien… pero pregunta mucho por usted”.

Un día decidí ir a verla. El hogar era frío y gris; los niños jugaban en silencio bajo la mirada cansada de las cuidadoras. Cuando Danka me vio corrió hacia mí y se aferró a mi cintura.

—¿Me vas a llevar a casa?

No supe qué decirle. Solo pude abrazarla fuerte y prometerle que haría todo lo posible.

Esa noche enfrenté a Julián:

—No puedo vivir así. O luchamos juntos por ella o me voy yo también.

Él me miró con ojos rojos de tanto llorar.

—No sé cómo hacerlo… Tengo miedo de fallarle otra vez.

—Ya le fallamos— respondí— Pero aún podemos pelear.

Empezamos a buscar ayuda: vecinos solidarios nos donaron comida; una abogada amiga ofreció asesoría gratuita; incluso la directora del colegio escribió una carta apoyando nuestro pedido para recuperar a Danka.

Fueron meses de trámites, audiencias y noches sin dormir. Pero finalmente logramos que el juez nos diera otra oportunidad: “La familia no es perfecta”, dijo el magistrado, “pero el amor puede más que la pobreza”.

Danka volvió a casa una tarde soleada de diciembre. Nos abrazamos los tres y lloramos juntos, sabiendo que nada sería fácil pero tampoco imposible.

Hoy escribo esto mientras ella duerme en su cuarto, rodeada de sus dibujos nuevos: esta vez son coloridos y llenos de esperanza.

A veces me pregunto: ¿cuántos niños como Danka esperan hoy una segunda oportunidad? ¿Cuántas Magdalenas hay allá afuera luchando contra el sistema y contra sus propios miedos? ¿Qué harías tú si tuvieras que elegir entre tu paz y el futuro de un niño inocente?