El eco de los recuerdos: una visita que lo cambió todo

—¿De verdad vas a ir sola, mamá? —me preguntó Lucía, mi hija, mientras yo doblaba cuidadosamente una blusa en la maleta. Su voz temblaba, como si temiera que al salir por esa puerta, algo en mí se quebrara para siempre.

—No es tan lejos, Lucía. Además, hace años que no visito a tu abuela —le respondí, evitando su mirada. No quería que viera el temblor en mis manos ni el nudo en mi garganta. Afuera, el viento de mayo azotaba los ventanales; hacía apenas una semana el sol calentaba las calles de Mendoza, pero ahora el frío había regresado como un fantasma del pasado.

—¿Y si te quedás con la tía Marta? —insistió ella, con esa mezcla de preocupación y reproche que sólo los hijos saben usar.

—No sé… Tal vez. Depende de cómo me reciba —dije, recordando la última vez que crucé palabras con Marta. Fue en el velorio de mamá, hace ya seis años. Desde entonces, sólo mensajes cortos y distantes en Navidad.

El viaje en colectivo fue largo y silencioso. Miraba por la ventana los viñedos dormidos bajo la escarcha, preguntándome si era buena idea remover el pasado. Pero algo dentro de mí me empujaba: una necesidad de enfrentar ese dolor que nunca se fue del todo.

Al llegar al pueblo, el aire olía a leña y a tierra mojada. Caminé hasta el cementerio con paso firme, aunque sentía que cada paso me pesaba más. Frente a la tumba de mamá, las palabras se me atragantaron. Me arrodillé y acaricié la lápida fría.

—¿Por qué te fuiste así? ¿Por qué nos dejaste tan rotas? —susurré, sintiendo cómo las lágrimas me quemaban los ojos.

De pronto, escuché pasos detrás de mí. Me giré y vi a Marta, mi hermana mayor. Llevaba un abrigo viejo y el mismo gesto adusto de siempre.

—No pensé que te animarías a venir —dijo sin saludarme.

—Tampoco yo —le respondí, intentando sonar firme.

El silencio entre nosotras era espeso. Finalmente, Marta rompió el hielo:

—Papá está peor. Apenas se levanta de la cama. Pregunta por vos a veces.

Sentí una punzada de culpa. Desde que mamá murió, papá se apagó poco a poco. Yo me refugié en la ciudad, en mi trabajo y en Lucía; Marta se quedó aquí, cargando sola con todo.

—No sabía… —musité.

—Nunca preguntás —me lanzó ella como un dardo.

Quise defenderme, decirle que yo también sufría, que no era fácil vivir con los recuerdos de una infancia marcada por los gritos y las ausencias. Pero me callé. ¿De qué servía discutir ahora?

Esa noche dormí en la casa familiar. Todo estaba igual: las fotos amarillentas en la pared, el aroma a sopa de verduras, el crujido del piso de madera. Pero algo había cambiado: yo ya no era la misma que huyó años atrás.

Durante la cena, papá apenas probó bocado. Sus ojos vidriosos se perdían en algún punto del mantel.

—¿Te acordás cuando mamá hacía tortas fritas los domingos? —intenté romper el hielo.

Papá asintió sin mirarme. Marta suspiró.

—Vos siempre te acordás de lo bueno —dijo ella con amargura—. Yo no puedo olvidar los gritos ni las noches en que mamá lloraba sola en la cocina.

La acusación flotó en el aire como una nube negra. Sentí que me ahogaba.

—No vine a pelear —dije bajito—. Sólo quería despedirme bien de mamá… y pedirles perdón si alguna vez les fallé.

Marta me miró por fin a los ojos. Vi en ella el mismo dolor que yo cargaba: ese peso invisible de los recuerdos que duelen pero no se pueden soltar.

Esa noche no dormí. Escuché la lluvia golpear el techo y pensé en todo lo que nunca dijimos en vida de mamá: los «te quiero» guardados, los abrazos negados por orgullo o miedo.

A la mañana siguiente, antes de irme, entré al cuarto de papá. Estaba despierto, mirando por la ventana.

—¿Te vas ya? —preguntó con voz ronca.

—Sí… pero voy a volver más seguido —le prometí, aunque no sabía si podría cumplirlo.

Papá asintió y me tomó la mano con fuerza inesperada.

—No te olvides de dónde venís, María —me dijo—. Por más lejos que vayas, siempre sos parte de esta familia.

En el colectivo de regreso a Mendoza, miré mi reflejo en la ventanilla empañada y me pregunté si algún día podríamos sanar del todo. ¿Es posible perdonar sin olvidar? ¿O estamos condenados a vivir con ese dolor sordo que dejan los recuerdos?

A veces pienso que recordar duele más que olvidar… pero también sé que sólo enfrentando ese dolor podemos empezar a sanar. ¿Ustedes qué piensan? ¿Es mejor recordar aunque duela o intentar olvidar para seguir adelante?