El Espejo Nunca Miente: Mi Viaje Hacia la Belleza Interior

—¿Por qué no te arreglas más, Valeria? —la voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras yo intentaba esconderme detrás de una taza de café. Su mirada recorría mi rostro sin maquillaje, mi cabello recogido en un moño desordenado, y la camiseta vieja que usaba como armadura contra el mundo.

—No tengo ganas, mamá —respondí, sintiendo el peso de su decepción. En mi casa, en pleno corazón de Medellín, la belleza era casi una religión. Mi hermana menor, Camila, era la devota perfecta: siempre impecable, con uñas pintadas y sonrisa lista para las fotos de Instagram. Yo, en cambio, era el borrón en el cuadro familiar.

Desde niña aprendí que el espejo era juez y verdugo. Recuerdo a mi abuela Lucía peinándome frente al tocador: “Una mujer bonita abre puertas, mi amor. No lo olvides”. Y yo lo olvidé. O al menos lo intenté. Pero cada vez que salía a la calle, las miradas me recordaban que no encajaba. En la universidad, los comentarios eran cuchillos disfrazados de consejos: “Valeria, deberías probar con un poco de base”, “¿Por qué no te animas a cambiar ese look tan serio?”.

La presión se volvió insoportable cuando conocí a Julián. Era el chico que todas querían: carismático, atlético, con una sonrisa que derretía hasta al más frío. Nos hicimos amigos en clase de literatura latinoamericana. Al principio, pensé que veía algo más allá de mi apariencia. Pero pronto entendí que yo era su confidente, no su interés amoroso. Un día, mientras caminábamos por el Parque Lleras, me soltó sin anestesia:

—Valeria, eres increíble… pero deberías cuidar más tu imagen. La gente juzga mucho.

Sentí cómo se me rompía algo por dentro. ¿Acaso nadie podía ver más allá de mi piel? Esa noche lloré hasta quedarme dormida. Al día siguiente, decidí intentar encajar. Me maquillé como Camila, me puse un vestido ajustado y tacones prestados. Cuando llegué a la universidad, todos me miraron diferente. Julián me sonrió como nunca antes.

Pero esa felicidad era prestada. Me sentía disfrazada, como si estuviera traicionando a la Valeria auténtica. Aguanté semanas en ese papel hasta que una tarde, en una reunión familiar, mi tío Andrés hizo un comentario que me atravesó:

—¡Por fin te ves como una mujer de verdad! Ya era hora.

La risa generalizada me hizo arder las mejillas. Salí corriendo al baño y me miré al espejo. ¿Quién era esa? ¿Por qué tenía que cambiar para ser aceptada? Me quité el maquillaje con rabia y lloré frente al reflejo empañado.

Esa noche hablé con mi abuela Lucía. Pensé que sería la última persona en entenderme, pero su voz fue suave:

—Mi niña, yo también me cansé de fingir muchas veces. La belleza se acaba; lo que queda es lo que llevas dentro.

Sus palabras me dieron valor para empezar a buscarme a mí misma. Dejé de maquillarme por obligación y empecé a hacerlo solo cuando realmente quería. Cambié los tacones por tenis cómodos y volví a escribir poesía en mi cuaderno azul. Poco a poco, algunos amigos se alejaron; otros se quedaron y me aceptaron tal cual era.

Un día, en clase, la profesora nos pidió escribir un ensayo sobre la identidad. Leí mi texto en voz alta:

“En un mundo obsesionado con lo superficial, he aprendido que el espejo nunca miente: refleja lo que somos cuando nadie nos ve. La belleza real es la que se construye desde adentro, con cicatrices y todo”.

Al terminar, hubo silencio. Julián me miró con ojos distintos y se acercó al final de la clase:

—Nunca te había visto tan segura… Me equivoqué contigo.

No necesitaba su aprobación; por primera vez sentí que bastaba con la mía.

Hoy sigo luchando contra los prejuicios y las miradas inquisidoras. Mi madre aún suspira cuando paso frente a ella sin maquillaje; Camila sigue siendo la reina de las redes sociales. Pero yo aprendí a quererme con mis defectos y virtudes.

A veces me pregunto: ¿cuántas personas viven atrapadas en un disfraz solo para ser aceptadas? ¿Cuándo aprenderemos a mirar más allá del espejo?

¿Y tú? ¿Te atreverías a mostrarte tal cual eres frente al mundo?