El final de nuestro camino: Divorcio después de 35 años de matrimonio

—¿Por qué no contestas el teléfono, Ernesto? —grité desde la cocina, mientras el reloj marcaba las once y media de la noche. El perro de mi nieta, un poodle blanco y nervioso, daba vueltas a mi alrededor, olfateando el aire como si también esperara una respuesta. Afuera, los fuegos artificiales ya comenzaban a iluminar el cielo de Buenos Aires, y yo, sentada en la mesa del comedor, sentía que el año nuevo no traería nada bueno.

Ernesto había salido temprano esa tarde, como cada 31 de diciembre, a llevar flores al cementerio para su madre. Siempre volvía antes de la medianoche, pero esta vez el silencio era tan pesado que podía escucharlo retumbar en mi pecho. Miré el celular otra vez: ningún mensaje, ninguna llamada perdida. Me pregunté si acaso él también sentía el peso de los años, el cansancio de los días iguales, la distancia que se había instalado entre nosotros como una sombra imposible de ignorar.

—Abuela, ¿estás bien? —me preguntó mi hija Lucía por WhatsApp, sabiendo que yo odiaba estar sola en estas fechas. Le respondí con un emoji sonriente, pero la verdad era que no sabía cómo estaba. ¿Cómo se supone que una mujer de 62 años debe sentirse cuando su matrimonio de 35 años se desmorona frente a sus ojos?

Recordé la primera vez que vi a Ernesto, en una fiesta de barrio en Lanús. Él era el alma de la fiesta, siempre con una sonrisa, siempre con una historia graciosa. Yo era tímida, callada, pero él me hizo sentir especial. Nos casamos jóvenes, tuvimos dos hijos, y durante años creí que éramos felices. Pero la rutina, los silencios, y las pequeñas heridas que nunca sanaron fueron creciendo hasta convertirse en un abismo.

La puerta se abrió de golpe. Ernesto entró, con el rostro cansado y los ojos rojos. No me miró. Dejó las llaves sobre la mesa y fue directo al cuarto. El perro lo siguió, moviendo la cola, ajeno a la tensión que llenaba la casa.

—¿No vas a decir nada? —pregunté, mi voz temblando más de lo que quería admitir.

Él se detuvo en el pasillo, de espaldas a mí.

—No tengo nada que decir, Marta. Ya no sé cómo hablarte —respondió, y su voz sonó tan lejana que sentí un escalofrío recorrerme la espalda.

Me quedé sentada, mirando la copa de sidra que había servido para brindar juntos. Pensé en los años que pasamos criando a nuestros hijos, en las noches de insomnio, en las peleas por dinero, en las reconciliaciones silenciosas. Pensé en las veces que soñé con irme, pero me quedé por miedo, por costumbre, por los hijos, por el qué dirán.

Esa noche no hubo brindis. Ernesto se encerró en el cuarto y yo me quedé en la sala, abrazando al perro de mi nieta como si pudiera protegerme del frío que sentía por dentro. Afuera, los vecinos gritaban «¡Feliz Año Nuevo!», pero para mí, el año comenzaba con una despedida.

Los días siguientes fueron una sucesión de silencios incómodos y miradas esquivas. Ernesto salía temprano y volvía tarde. Yo me refugiaba en las llamadas de Lucía y en las visitas de mi hijo Diego, que venía con sus hijos a alegrar la casa. Pero ni siquiera la risa de mis nietos podía llenar el vacío que sentía.

Una tarde, mientras preparaba mate, Ernesto se sentó frente a mí. Sus manos temblaban.

—Marta, tenemos que hablar —dijo, y su voz era apenas un susurro.

Sentí que el corazón se me detenía. Sabía lo que venía, pero aun así, escuchar las palabras fue como recibir un golpe en el pecho.

—No quiero seguir así. No quiero que nos sigamos lastimando. Creo que lo mejor es separarnos.

No lloré. No grité. Solo asentí, porque en el fondo yo también lo sabía. Habíamos llegado al final de nuestro camino juntos. Lo que más me dolía no era el divorcio, sino la sensación de fracaso, de haber perdido tantos años en una relación que ya no tenía salvación.

Los rumores no tardaron en llegar. En el barrio, todos se conocían y todos opinaban. «¿Cómo puede ser? Si siempre parecían tan unidos», decían las vecinas en la verdulería. «A esta edad, ¿para qué separarse?», murmuraban otros. Yo caminaba con la cabeza en alto, pero por dentro me sentía desnuda, vulnerable, como si todos pudieran ver mis heridas.

Mis hijos reaccionaron de maneras opuestas. Lucía lloró y me abrazó fuerte, diciéndome que siempre estaría a mi lado. Diego, en cambio, se enojó. «¿Y ahora qué vamos a hacer con papá? ¿Dónde va a vivir? ¿Por qué no lo pensaron antes?», me reprochó, como si la responsabilidad de la ruptura fuera solo mía.

Las noches se hicieron eternas. Me costaba dormir, y cuando lo lograba, soñaba con los años felices, con los viajes a Mar del Plata, con las cenas en familia. Pero al despertar, la realidad me golpeaba de nuevo: estaba sola.

Un día, mientras ordenaba el ropero, encontré una caja con cartas viejas. Eran de los primeros años de casados, cuando todavía nos escribíamos notas de amor. Leí una y sentí una punzada de nostalgia. ¿En qué momento dejamos de hablarnos? ¿Cuándo fue que el amor se transformó en indiferencia?

El proceso de divorcio fue lento y doloroso. Tuvimos que dividir la casa, los recuerdos, los amigos. Cada decisión era una herida nueva. Pero también fue una oportunidad para mirarme al espejo y preguntarme quién era yo sin Ernesto. Descubrí que había dejado de lado mis sueños, mis pasiones, por sostener una relación que ya no me hacía feliz.

Empecé a salir a caminar por el parque, a tomar clases de pintura en el centro cultural del barrio. Hice nuevas amigas, mujeres como yo, que también habían pasado por rupturas y pérdidas. Compartimos historias, lágrimas y risas. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía volver a empezar.

Pero el miedo seguía ahí. Miedo a la soledad, al futuro, a no ser suficiente. A veces me preguntaba si había tomado la decisión correcta. ¿Y si hubiera luchado más? ¿Y si hubiera intentado salvar lo que quedaba?

Una tarde, Lucía vino a visitarme con su hija. Me abrazó y me dijo:

—Mamá, estoy orgullosa de vos. Sé que no es fácil, pero merecés ser feliz.

Sus palabras me dieron fuerzas. Entendí que no estaba sola, que mi vida no terminaba con el divorcio. Que todavía tenía mucho por vivir, por descubrir, por sentir.

Ahora, mientras escribo estas líneas, miro por la ventana y veo cómo el sol se pone sobre la ciudad. Sigo teniendo miedo, pero también esperanza. Aprendí que nunca es tarde para empezar de nuevo, para buscar la felicidad, para ser fiel a una misma.

¿Será que el amor verdadero puede sobrevivir al paso del tiempo? ¿O simplemente aprendemos a vivir con las cicatrices y a seguir adelante? ¿Ustedes qué piensan?