El grito de Brandon: Un niño contra el destino

—¡Papá! ¡Papá, despierta!—grité con la voz quebrada, mientras veía a mi papá desplomarse en el piso de la sala. El televisor seguía encendido, mostrando el partido de la Liga MX, pero el mundo se había detenido para mí. Mi mamá no estaba; había salido a trabajar el turno de la noche en el hospital. Yo, Brandon, con solo diez años, me quedé solo con mi papá y el eco de mi propio pánico.

El sudor frío me recorría la espalda. Mi papá, don Ernesto, siempre tan fuerte, tan invencible, ahora yacía inmóvil, con los ojos entreabiertos y la boca torcida. Recordé las veces que me había dicho: “Si alguna vez pasa algo, llama a tu tía Rosa o al 911”. Pero nunca pensé que ese momento llegaría tan pronto.

—¡Papá!—volví a gritar, sacudiéndolo. No respondía. Sentí que el corazón se me salía del pecho. Corrí al teléfono fijo —el celular de mi papá estaba descargado, como siempre— y marqué a mi tía Rosa. Nadie contestó. Miré el reloj: 10:47 pm. Afuera, los perros ladraban y la colonia estaba en silencio, como si el mundo entero ignorara mi tragedia.

Me temblaban las manos mientras marcaba al 911. La operadora contestó con voz calmada:

—Emergencias, ¿cuál es su emergencia?

—¡Mi papá se cayó! ¡No se mueve! Creo que le está pasando algo en el corazón…

La operadora me hizo preguntas: ¿Respira? ¿Tiene pulso? ¿Hay alguien más en casa? Respondí como pude, entre sollozos y jadeos. Me dijo que una ambulancia venía en camino y que intentara ponerlo de lado y despejarle la boca. Arrastré a mi papá como pude; pesaba mucho más que yo. Sentí que mis brazos iban a romperse, pero no podía rendirme.

—Papá, por favor… no te vayas—susurré, con lágrimas cayendo sobre su camisa manchada de sudor.

En ese momento recordé los videos de primeros auxilios que mi mamá veía en su celular. Me arrodillé junto a él y traté de hacer lo que había visto: incliné su cabeza hacia atrás, revisé que no tuviera nada en la boca y empecé a presionar su pecho con ambas manos. Cada compresión era una súplica: “Vuelve, papá… por favor”.

Los minutos se hicieron eternos. El sonido de las sirenas fue como un milagro. Salí corriendo a abrir la puerta; los paramédicos entraron corriendo con sus mochilas y equipo. Me apartaron suavemente y comenzaron a trabajar sobre mi papá. Uno de ellos me miró y me dijo:

—Hiciste bien, campeón. Gracias a ti llegamos a tiempo.

Me senté en el suelo, temblando, mientras veía cómo le ponían oxígeno y lo subían a la camilla. Uno de los paramédicos me preguntó si tenía familiares cerca. Solo pude decir: “Mi mamá está en el hospital… trabajando”.

Me llevaron con ellos en la ambulancia. El trayecto fue un torbellino de luces rojas y azules, de oraciones susurradas y promesas hechas al cielo: “Diosito, si salvas a mi papá, te prometo portarme bien siempre”.

En urgencias encontré a mi mamá. Su cara se desfiguró al verme llegar con los paramédicos y a mi papá inconsciente. Corrió hacia nosotros y me abrazó tan fuerte que casi no podía respirar.

—¿Qué pasó?—preguntó llorando.

—Se cayó… yo llamé… hice lo que tú me enseñaste…

Mi mamá me besó la frente y corrió tras la camilla de mi papá. Yo me quedé sentado en una silla de plástico azul, abrazando mis rodillas. Sentía frío aunque hacía calor.

Las horas pasaron lentas. Escuchaba los murmullos de las enfermeras, los gritos lejanos de otros pacientes, el llanto de una señora mayor en la sala de espera. Pensaba en todo lo que no le había dicho a mi papá: que lo quería, que era mi héroe, que quería ir con él al estadio otra vez.

Finalmente, una doctora salió y habló con mi mamá. No entendí todo lo que dijeron, pero escuché “infarto”, “estable” y “gracias al niño”. Mi mamá vino hacia mí con lágrimas en los ojos y una sonrisa temblorosa.

—Tu papá está vivo gracias a ti, Brandon—me dijo acariciándome el cabello—. Eres muy valiente.

Esa noche dormí en una silla junto a la cama de hospital de mi papá. Cuando despertó, me miró con los ojos llenos de lágrimas y me apretó la mano.

—Gracias, hijo… eres más fuerte de lo que imaginas.

Desde ese día todo cambió en casa. Mi papá dejó de fumar y empezó a comer más sano; yo aprendí primeros auxilios junto a mi mamá; incluso mis amigos en la escuela querían saber cómo había hecho para no paralizarme del miedo.

Pero nadie sabe lo difícil que fue enfrentar ese momento solo; el miedo sigue ahí, escondido bajo la piel. A veces me pregunto si algún día podré dormir tranquilo sin pensar que algo malo puede pasar otra vez.

¿Ustedes han sentido ese miedo alguna vez? ¿Qué harían si tuvieran que salvar a alguien que aman? A veces los niños también podemos ser héroes… aunque nadie nos prepare para eso.