El grito de mi hija, su cabello y el abismo entre nosotros

—¡No quiero! ¡No quiero! —gritaba Lucía, mi hija de nueve años, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas y los mechones de su cabello caían al suelo como hojas secas. Mariana, mi esposa, sostenía la máquina de afeitar con la mano temblorosa, pero decidida. Yo estaba parado en la puerta del baño, paralizado, sintiendo que el aire se volvía denso y que el corazón me latía tan fuerte que apenas podía escuchar otra cosa.

—Es por Valentina, mi amor. Ella te necesita ahora —susurró Mariana, intentando calmar a Lucía, pero su voz sonaba más a súplica que a consuelo.

No pude más. —¡Basta! —grité. El eco de mi voz rebotó en los azulejos y por un momento todo quedó en silencio. Lucía me miró con los ojos llenos de miedo y esperanza. Mariana me miró con rabia y decepción. Sentí que el mundo se partía en dos.

Todo esto empezó hace apenas una semana, cuando supimos que Valentina, la mejor amiga de Lucía, tenía leucemia. La noticia cayó como un balde de agua fría en nuestro pequeño departamento de Buenos Aires. Mariana, siempre tan solidaria, tan entregada a los demás, fue la primera en proponer que Lucía se rapara la cabeza para acompañar a Valentina en su tratamiento. «Así no se sentirá sola», dijo. Yo dudé. Pensé que era demasiado para una nena tan chica. Pero Mariana insistió, convencida de que era un acto de amor y coraje.

No me consultó. Simplemente lo decidió. Y ahora estábamos aquí, con Lucía llorando y yo sintiéndome un extraño en mi propia casa.

—¿Por qué no me preguntaron? —le dije a Mariana esa noche, cuando Lucía ya dormía, acurrucada bajo las sábanas, tocándose la cabeza rapada con los dedos como si buscara a la niña que era antes.

—No había tiempo para discutir —me respondió Mariana, con la voz fría—. Valentina empieza la quimio mañana. Lucía quería ayudarla, solo tenía miedo.

—¿Y vos pensás que obligarla es ayudarla? —le pregunté, sintiendo que la rabia me quemaba por dentro.

Mariana me miró como si yo fuera un cobarde. —A veces hay que hacer sacrificios por los demás. ¿O preferís que nuestra hija crezca pensando solo en sí misma?

No supe qué responderle. Me fui al balcón a fumar un cigarrillo, aunque había prometido dejarlo. Miré las luces de la ciudad y sentí que estaba solo, más solo que nunca.

Los días siguientes fueron un infierno. Lucía no quería ir a la escuela. Decía que todos la miraban raro, que se reían de ella. Mariana intentaba animarla, le decía que era valiente, que estaba haciendo algo hermoso. Yo solo podía abrazarla y pedirle perdón en silencio.

Una tarde, cuando llegué del trabajo, encontré a Lucía sentada en el piso de su cuarto, rodeada de muñecas calvas. Les había cortado el pelo a todas. Me senté a su lado y le pregunté si quería hablar.

—Papá, ¿por qué mamá me hizo esto? —me dijo, con la voz bajita.

Sentí que se me rompía el alma. —Porque te quiere mucho, y quiere que seas fuerte por Valentina —le respondí, aunque no estaba seguro de creerlo.

—Pero yo no quería. Yo solo quería estar con ella, no ser como ella —me dijo, y se abrazó las rodillas.

Esa noche discutimos fuerte con Mariana. Le dije que había cruzado un límite, que no podía decidir por Lucía algo tan importante. Ella me acusó de ser egoísta, de no entender lo que significa la solidaridad en serio.

—¿Vos sabés lo que es ver a una nena perder el pelo por el cáncer? —me gritó—. ¿Sabés lo sola que se siente? Lucía puede ayudarla a no sentirse un bicho raro.

—¿Y quién ayuda a Lucía? —le respondí—. ¿Quién la ayuda cuando la miran mal en la escuela, cuando se siente fea, cuando no entiende por qué tuvo que cambiar?

Mariana lloró esa noche. Yo también. Pero entre nosotros se abrió un abismo que no sé si podremos cruzar.

La familia empezó a opinar. Mi mamá llamó para decirme que Mariana estaba loca, que cómo iba a dejar a su nieta pelada. Mi suegra defendió a Mariana, diciendo que ojalá todos los chicos fueran así de solidarios. Los amigos se dividieron: algunos nos felicitaban por criar una hija tan valiente; otros decían que era una barbaridad.

En el barrio, la gente murmuraba. En la panadería, la señora Rosa me preguntó si Lucía estaba enferma. En la plaza, los chicos la miraban y se reían. Lucía dejó de salir. Se encerró en sí misma.

Un día, Valentina vino a casa con su mamá. Las dos niñas se abrazaron fuerte. Valentina le dijo: —Gracias, Lu. Ahora no soy la única pelada.

Lucía sonrió por primera vez en semanas. Pero cuando Valentina se fue, volvió a mirarse al espejo con tristeza.

Me pregunto si hicimos bien. Si el sacrificio de Lucía valió la pena. Si la solidaridad puede imponerse por la fuerza. Si Mariana y yo podremos volver a confiar el uno en el otro después de esto.

A veces me despierto en medio de la noche y escucho a Lucía llorar bajito. Me acerco a su cama y le acaricio la cabeza suave, esperando que algún día me perdone por no haberla defendido mejor.

¿Hasta dónde puede llegar el amor por los demás? ¿Es justo pedirle a un niño que sacrifique parte de sí mismo por una causa? ¿Qué harían ustedes en mi lugar?