El grito de una madre: Cuando la vida de mi hijo pendió de un hilo por un juguete inocente

—¡No, Emiliano! ¡No!—grité con una voz que ni yo reconocí, mientras el tiempo se congelaba en la sala. Mi hijo menor, apenas con ocho meses, tenía los ojos abiertos como platos y la boca abierta, pero ningún sonido salía. El mordedero de silicona, ese que todas las mamás del grupo de WhatsApp recomendaban, estaba atorado en su garganta.

Mi hija mayor, Valeria, se tapó la boca y retrocedió. Mi esposo, Julián, corrió desde la cocina, pero yo ya tenía a Emiliano en brazos, volteándolo boca abajo como me enseñaron en el curso de primeros auxilios del centro comunitario. Golpeé su espalda con la palma temblorosa. Una vez. Dos veces. Tres. El silencio era absoluto, solo roto por mis sollozos y el temblor de mis manos.

En ese instante, recordé a mi mamá: “Mariana, los accidentes pasan en un segundo”. Siempre pensé que exageraba. Pero ahí estaba yo, con el corazón en la garganta y la vida de mi hijo pendiendo de un hilo por un juguete que parecía inofensivo.

El mordedero salió disparado y Emiliano rompió en llanto. Yo me desplomé en el suelo, abrazándolo con una fuerza que casi lo vuelve a asfixiar. Julián se arrodilló a nuestro lado, llorando también. Valeria y Mateo, mi hijo del medio, se acercaron despacio, como si tuvieran miedo de romper algo sagrado.

—¿Está bien?—preguntó Valeria con voz temblorosa.
—Sí, mi amor… sí—respondí entre lágrimas.

Esa noche no dormí. Me senté junto a la cuna de Emiliano y lo observé respirar. Cada inhalación era un milagro. En mi cabeza, las imágenes se repetían una y otra vez: el silencio, sus ojos abiertos, el miedo absoluto. ¿Cómo pude confiar tanto en un producto solo porque otras mamás lo recomendaban? ¿Por qué nadie habla de estos riesgos?

Al día siguiente, fui al mercado de la colonia para comprar frutas. Las señoras del puesto me preguntaron por Emiliano y yo no pude evitar contarles lo que había pasado. Una de ellas me miró con tristeza y dijo:

—A mi nieto le pasó algo parecido con una moneda… pero no tuvimos tu suerte.

Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. ¿Cuántas familias han perdido a sus hijos por accidentes así? ¿Cuántas veces callamos por vergüenza o miedo al qué dirán?

Esa tarde, mientras lavaba los trastes y veía a mis hijos jugar en la sala, decidí que no me iba a quedar callada. Tomé mi celular y grabé un video para Instagram:

“Hola, soy Mariana. Hoy quiero contarles algo que casi me quita a mi hijo. Ayer Emiliano casi muere asfixiado por un mordedero que compré en una tienda muy conocida. No fue culpa mía ni suya: fue un accidente. Pero quiero que todas las mamás y papás sepan que estos juguetes no siempre son seguros. Revisen todo lo que le dan a sus hijos. No confíen solo porque está de moda o porque otras lo usan. Hoy Emiliano está vivo porque recordé lo que aprendí en primeros auxilios. Por favor, infórmense y cuiden a sus bebés”.

El video se hizo viral entre mis amigas y pronto llegaron mensajes de otras madres: “A mi sobrina le pasó algo similar”, “Gracias por compartirlo”, “Nunca pensé que eso podía pasar”. Algunas me criticaron: “¿Por qué no estabas más atenta?”, “Eso pasa por comprar cosas baratas”. Sentí rabia y tristeza, pero también alivio: al menos ahora se hablaba del tema.

En casa las cosas cambiaron. Julián empezó a revisar cada juguete antes de dárselo a los niños. Valeria se volvió más protectora con sus hermanos. Yo empecé a investigar sobre seguridad infantil y descubrí que en México los controles para juguetes importados son mínimos y muchas veces los productos llegan sin cumplir normas básicas.

Un domingo, durante la comida familiar, saqué el tema con mis padres y suegros. Mi suegra, doña Carmen, suspiró:

—En mis tiempos no había tantos juguetes… pero tampoco tanta información. Ahora hay que estar atentos a todo.

Mi papá asintió:

—La vida es frágil, hija. Pero también es fuerte si aprendemos de los golpes.

Esa noche lloré otra vez, pero esta vez fue distinto: sentí una mezcla de miedo y gratitud. Miedo porque sé que ningún padre está exento de tragedias; gratitud porque Emiliano seguía conmigo.

Pasaron las semanas y cada vez que veía a Emiliano morder algo sentía un nudo en el estómago. Me volví esa mamá intensa que pregunta todo en los grupos: “¿Alguien ha tenido problemas con este producto?”, “¿Dónde puedo aprender primeros auxilios?”. Algunas amigas se alejaron; otras se acercaron más.

Un día recibí un mensaje privado de Lucía, una mamá del grupo: “Gracias por tu video. Mi hijo también se atoró con un juguete y no supe qué hacer… Ahora ya busqué un curso”. Lloré al leerlo. Sentí que mi dolor había servido para algo.

Pero no todo fue comprensión. En una reunión escolar escuché a dos mamás murmurar:

—Esa es la que casi mata a su bebé por andar grabando videos en vez de cuidar.

Me dolió más de lo que esperaba. Quise gritarles que no entienden nada, que nadie está preparado para ver a su hijo morir frente a sus ojos. Pero solo bajé la cabeza y seguí adelante.

Julián me abrazó esa noche:

—No les hagas caso. Hiciste lo correcto.

A veces me pregunto si hice suficiente o si pude haber evitado todo desde el principio. Pero también sé que hablarlo ha salvado vidas y ha abierto conversaciones incómodas pero necesarias.

Hoy Emiliano tiene dos años y corre por toda la casa con sus hermanos. Cada vez que lo veo reírme siento afortunada y también responsable: responsable de compartir mi historia para que ninguna familia pase por lo mismo.

¿Hasta cuándo vamos a normalizar los accidentes domésticos como si fueran culpa nuestra? ¿Cuándo vamos a exigir más seguridad para nuestros hijos? Ojalá mi historia sirva para abrir los ojos… ¿Tú también has sentido ese miedo paralizante alguna vez?