El Muro de Hierro de Mariana: Batallas Invisibles en la Ciudad de México
—¿Por qué siempre tienes que ser tan dura, Mariana? —me espetó Rodrigo, mi gerente de ventas, mientras cerraba la puerta de mi oficina con un golpe seco.
No respondí. Solo lo miré con esa mirada que todos temen, la que aprendí a perfeccionar desde que tenía ocho años y mi madre me dejó sola en el departamento de la colonia Doctores, con la promesa de volver pronto. Nunca regresó. Desde entonces, aprendí que mostrar debilidad era invitar al mundo a devorarte.
En la oficina, soy la Directora General de una de las empresas más grandes de tecnología en la Ciudad de México. Todos me conocen como Mariana “la de hierro”. No hay día que no escuche susurros a mis espaldas: “No tiene corazón”, “Seguro ni familia tiene”, “¿Quién aguanta una jefa así?”. Pero nadie sabe que cada noche, al llegar a mi departamento vacío en la Narvarte, me quito los tacones y me permito llorar por unos minutos antes de volver a ponerme la máscara.
Mi historia no empezó con éxito. Mi padre era taxista y murió cuando yo tenía doce años, víctima de un asalto. Mi abuela, Doña Lupita, me crió vendiendo tamales en la esquina del metro. Yo ayudaba después de la escuela, mientras veía a mis compañeros irse a sus casas con sus papás y mamás. A veces soñaba con una vida diferente, pero sabía que para lograrlo tenía que ser más fuerte que todos los obstáculos.
—Mariana, ¿por qué no sonríes nunca? —me preguntaba mi abuela mientras envolvía los tamales en hojas de maíz.
—Porque si sonrío, abuela, se me olvida lo difícil que es todo esto —le respondía, apretando los labios para no llorar.
A los diecisiete años conseguí una beca para estudiar ingeniería en la UNAM. Era la única mujer en mi grupo y la única que llegaba con las manos oliendo a masa y salsa verde. Los profesores me miraban raro; los compañeros hacían chistes sobre mi acento chilango y mi ropa sencilla. Pero yo no podía darme el lujo de rendirme. Cada día era una batalla para demostrar que merecía estar ahí.
Cuando entré al mundo corporativo, supe desde el primer día que tendría que construir un muro más alto. En mi primer trabajo como practicante, el jefe —un tal Ernesto— me dijo: “Aquí las mujeres solo sirven para traer café o verse bonitas”. Ese día decidí nunca más dejar que nadie me viera débil. Trabajé el doble, el triple. Me quedaba hasta las once de la noche revisando reportes mientras los demás se iban a tomar cervezas.
Con el tiempo fui ascendiendo. Me volví experta en detectar mentiras y traiciones. Aprendí a despedir gente sin pestañear, a negociar contratos millonarios sin mostrar emoción. Pero cada vez que alguien me acusaba de ser insensible, sentía una punzada en el pecho.
Hace un año, mi abuela murió. No pude ir al hospital porque estaba cerrando una negociación crucial con inversionistas extranjeros. Cuando llegué al velorio, mi tía Rosa me miró con desprecio:
—¿De qué te sirve tanto dinero si no estuviste cuando más te necesitábamos?
No supe qué responderle. Solo sentí cómo el muro dentro de mí se hacía más grueso.
En la empresa, las cosas no han sido fáciles. Hace poco, corrió el rumor de que íbamos a despedir a veinte personas por recorte presupuestal. La gente empezó a mirarme como si fuera el diablo encarnado. Un día escuché a Laura, una analista joven, llorando en el baño:
—Seguro Mariana ni siente nada cuando despide gente…
Quise acercarme y decirle que sí siento, que cada decisión pesa como una losa sobre mis hombros. Pero no lo hice. No podía permitirme flaquear frente a ellos.
Una tarde, Rodrigo entró furioso a mi oficina:
—¡No puedes tratar así a la gente! ¡No somos máquinas!
Lo miré fijamente y le respondí:
—¿Tú crees que yo elegí ser así? ¿Tú crees que no preferiría poder confiar en alguien sin miedo a que me traicionen?
Se quedó callado. Por primera vez vi compasión en sus ojos.
Esa noche llegué a casa y encontré una carta vieja de mi abuela entre mis cosas:
“Marianita, no olvides nunca tu corazón. El mundo es duro, pero tú eres más fuerte porque sabes amar.”
Lloré como no lo hacía desde niña. Me di cuenta de que mi muro de hierro me había protegido, sí, pero también me había aislado del cariño y la comprensión.
Hoy sigo siendo la Directora General. Sigo tomando decisiones difíciles y enfrentando prejuicios por ser mujer y venir de abajo. Pero he empezado a abrir pequeñas grietas en mi muro: escucho más a mi equipo, trato de recordar los nombres de todos, incluso invito café los viernes.
A veces me pregunto si algún día podré dejar caer ese muro por completo. ¿Será posible ser fuerte sin dejar de ser humana? ¿Cuántos más como yo caminan por la vida ocultando sus heridas detrás de una fachada impenetrable?
¿Ustedes también han sentido que deben esconder su dolor para sobrevivir? ¿Vale la pena sacrificar tanto para llegar lejos?