El Peón Invisible: La Historia de Matías en el Parque Central
—¡Matías, apurate! Si no llegamos antes de que oscurezca, nos sacan el lugar otra vez —me gritó mi hermana Lucía, mientras corría con la bolsa de pan duro que habíamos conseguido en la panadería del barrio. Yo apenas podía seguirle el paso, cargando la caja de cartón donde dormíamos mamá, Lucía y yo desde que papá nos dejó.
Esa noche, como tantas otras, nos acomodamos bajo el puente de la Avenida 9 de Julio. El ruido de los colectivos era constante, pero yo ya me había acostumbrado. Mamá trataba de hacernos reír con historias de cuando vivíamos en la casa de abuela en Corrientes, antes de que la enfermedad y las deudas nos trajeran a Buenos Aires. Pero a mí me costaba escucharla; mi cabeza estaba llena de jugadas y estrategias.
Todo empezó una tarde en el Parque Centenario. Un grupo de viejos jugaba ajedrez bajo los árboles, y yo me quedé mirando. Uno de ellos, Don Ernesto, me llamó:
—¿Te animás a jugar, pibe?
Me senté frente a él, temblando. No sabía nada del juego, pero él me enseñó con paciencia. Cada tarde volvía, y cada tarde aprendía algo nuevo. Pronto, los otros jugadores empezaron a apostar caramelos y monedas a que yo perdería. Pero gané mi primera partida después de dos semanas. Sentí que por fin era bueno en algo.
Mamá no entendía mi obsesión:
—¿De qué te sirve mover fichitas si no tenemos ni para comer?
Pero yo veía el tablero como un mapa secreto: si aprendía a leerlo bien, tal vez podría encontrar una salida para nosotros.
Las cosas empeoraron cuando Lucía se enfermó. La tos no la dejaba dormir y mamá lloraba en silencio por las noches. Yo me sentía impotente. Un día, Don Ernesto me encontró llorando junto al tablero.
—Mirá, Matías —me dijo—, la vida es como el ajedrez: a veces hay que sacrificar una pieza para salvar el juego.
No entendí del todo, pero esa frase se me quedó grabada.
Un sábado, mientras jugaba con Don Ernesto, se acercó un hombre elegante. Observó mis movimientos y luego me preguntó:
—¿Te gustaría participar en un torneo juvenil? Yo soy el profesor Ramiro Gómez del Club Argentino de Ajedrez.
No tenía ni ropa decente ni dinero para el colectivo, pero Don Ernesto habló con mamá y entre todos los viejos del parque juntaron monedas para pagarme la inscripción y prestarme una camisa.
El día del torneo llegué temblando. Los otros chicos tenían padres que los alentaban y relojes digitales para cronometrar las partidas. Yo tenía solo mi fe y la voz de Don Ernesto en mi cabeza: «Pensá antes de mover».
Gané la primera partida. Y la segunda. En la final me enfrenté a un chico rubio de Palermo que se reía de mis zapatos rotos.
—¿Seguro sabés jugar? —me dijo con sorna.
No respondí. Solo jugué. Y gané.
La noticia salió en el diario local: «Chico sin hogar gana torneo de ajedrez». Por primera vez vi a mamá sonreír con orgullo. Pero la alegría duró poco: esa noche, unos policías nos echaron del puente.
—No pueden dormir acá —dijeron sin mirarnos a los ojos.
Vagamos por plazas y estaciones durante semanas. Lucía empeoraba y mamá ya casi no hablaba. Yo seguía jugando ajedrez en el parque cuando podía, pero cada vez era más difícil concentrarme.
Un día, Ramiro Gómez vino a buscarnos. Había leído sobre nuestra situación y habló con una fundación que ayudaba a familias sin hogar. Nos ofrecieron un cuarto pequeño en una pensión y ayuda para Lucía.
—Esto es solo el primer paso —me dijo Ramiro—. Pero vos podés llegar lejos, Matías.
Me inscribió en más torneos. Viajé por primera vez en avión a Córdoba para jugar el Nacional Sub-14. Cada partida era una batalla contra mis propios miedos: ¿y si perdía? ¿y si todo volvía a ser como antes?
En la final nacional enfrenté a Camila Torres, una chica de Rosario famosa por su agresividad en el tablero. La partida duró horas; sudaba frío mientras pensaba cada movimiento. Al final, sacrifiqué mi torre para dar jaque mate con un peón.
Cuando levanté el trofeo, lloré como nunca antes. No por mí, sino por mamá y Lucía, que me miraban desde la tribuna con lágrimas en los ojos.
La prensa vino a entrevistarnos. Algunos decían que era un milagro; otros que era pura suerte. Pero yo sabía cuánto había costado cada jugada, cada noche sin dormir, cada sacrificio.
Con el premio del torneo pudimos alquilar un departamento pequeño en Almagro. Mamá consiguió trabajo limpiando casas y Lucía empezó a ir a la escuela otra vez.
Pero no todo fue fácil después del triunfo. Algunos chicos del barrio se burlaban:
—Ahora sos famoso, ¿eh? ¿Te creés mejor que nosotros?
A veces sentía culpa por haber salido adelante mientras otros amigos seguían durmiendo en la calle. Intenté ayudar llevando tableros al parque y enseñando ajedrez a otros chicos como yo.
Una tarde encontré a Don Ernesto sentado solo bajo su árbol favorito.
—¿Viste hasta dónde llegaste? —me dijo sonriendo—. Pero no te olvides nunca de dónde saliste.
Hoy tengo 18 años y sigo jugando ajedrez profesionalmente. Mi familia está junta y aunque seguimos luchando cada día, ya no tenemos miedo al futuro.
A veces me pregunto si todo esto fue suerte o destino… ¿O será que uno puede cambiar su vida moviendo las piezas correctas en el momento justo?
¿Ustedes qué piensan? ¿La esperanza alcanza para desafiar lo imposible o siempre hay algo más que debemos sacrificar?