El peso de las verdades calladas: El viaje de Magdalena hacia sí misma

—¿Y entonces, mamá? ¿Vas a quedarte sola para siempre?— La voz de mi hija Mariana retumba en la sala, mezclándose con el eco de la licuadora y el olor a café recién hecho. Me mira con esos ojos grandes que heredó de su padre, llenos de preocupación y un poco de reproche.

No sé cómo explicarle que la soledad no siempre es un castigo. Que después de 35 años de matrimonio con Ernesto, después de criar tres hijos y enterrar a mis padres, lo que más deseo es silencio. No ese silencio triste, sino uno que me pertenece, que no tengo que compartir ni justificar.

—No estoy sola, Mariana —le respondo, intentando que mi voz no tiemble—. Estoy conmigo misma, y eso es suficiente.

Pero ella no entiende. Nadie parece entender. Mis hermanas, mis amigas del club de costura, incluso el padre Julián en la iglesia me preguntan cuándo voy a rehacer mi vida. Como si la vida se pudiera remendar como un vestido viejo. Como si una mujer sin hombre fuera una casa sin techo.

Recuerdo la primera vez que sentí el peso de esas expectativas. Tenía apenas 19 años cuando mi madre me sentó frente al espejo del tocador y me dijo: “Magdalena, una mujer sola no vale nada en este mundo.” Me casé con Ernesto porque era lo que se esperaba de mí. Era buen hombre, trabajador, pero nunca me pregunté si lo amaba realmente. Simplemente seguí el guion: bodas, hijos, domingos en familia, cumpleaños con piñata y arroz con leche.

Los años pasaron como una película vieja: los niños crecieron, Ernesto enfermó y se fue apagando poco a poco. Cuando murió, sentí un alivio tan grande como la culpa que lo acompañaba. Nadie habla de eso en voz alta: del alivio que puede traer la viudez cuando el amor se ha secado hace mucho tiempo.

—Mamá, podrías conocer a alguien —insiste Mariana—. Hay grupos para viudos en el centro cultural. No tienes por qué estar así.

—¿Así cómo? —le pregunto—. ¿En paz?

Ella baja la mirada y juega con su taza. Sé que le preocupa lo que dirán las vecinas, las tías chismosas, los amigos de la familia. En Puebla todos se enteran de todo; aquí los secretos pesan más que las piedras del Zócalo.

A veces pienso en lo diferente que sería mi vida si hubiera tenido el valor de decir “no” antes. Si hubiera elegido estudiar medicina como soñaba y no secretariado porque era “más propio para una señorita”. Si hubiera dicho que no quería hijos tan joven, o que prefería viajar antes de casarme. Pero entonces me miro al espejo —el mismo donde mi madre me peinaba— y veo a una mujer cansada pero libre.

Una tarde, mientras riego las plantas del patio, mi hermana Lucía llega sin avisar. Trae una bolsa llena de tamales y esa mirada inquisitiva que siempre me ha puesto nerviosa.

—Magda, ¿no te da miedo terminar sola? —me pregunta mientras sirve café.

—No le tengo miedo a estar sola —le digo—. Le tengo miedo a no vivir lo suficiente para conocerme a mí misma.

Lucía suspira y cambia de tema, pero sé que no está convencida. En nuestra familia, las mujeres siempre han sido definidas por los hombres: hijas de, esposas de, madres de. Yo quiero ser Magdalena, sin apellidos ni etiquetas.

Las noches son las más difíciles. Cuando la casa se queda en silencio y sólo se escucha el tic-tac del reloj heredado de mi abuela. A veces me asusta pensar en el futuro: ¿quién me cuidará cuando esté enferma? ¿Quién vendrá a verme en Navidad? Pero luego recuerdo todas las veces que estuve rodeada de gente y aún así me sentí sola.

Un día decido ir al centro cultural sola. Me inscribo en un taller de pintura y ahí conozco a Don Felipe, un hombre mayor con manos manchadas de óleo y una risa contagiosa. Hablamos de arte, de libros, del clima. No hay coqueteo ni promesas; sólo dos personas compartiendo un momento sin expectativas.

Esa tarde pinto un cuadro: una mujer sentada bajo un árbol frondoso, rodeada de luz dorada. Cuando Mariana lo ve colgado en la sala, sonríe por primera vez en semanas.

—¿Eres tú? —me pregunta.

—Sí —le respondo—. Por fin soy yo.

Poco a poco, Mariana deja de insistir en buscarme pareja. Mis hermanas también se resignan y hasta me invitan a sus reuniones sin preguntarme por mi “vida sentimental”. Empiezo a disfrutar los pequeños placeres: leer hasta tarde, caminar por el mercado los sábados, tomar café con Don Felipe sin sentirme culpable por no querer nada más.

A veces la soledad duele, sí. Pero también es un espacio fértil donde puedo crecer sin miedo ni juicios. He aprendido que la felicidad no siempre viene en pareja y que está bien elegir otro camino.

Ahora, cuando alguien me pregunta si no extraño tener a alguien a mi lado, sonrío y les digo:

—Me tengo a mí misma, y eso basta.

¿Será que algún día nuestra sociedad dejará de medir el valor de una mujer por su estado civil? ¿Cuántas Magdalenas más tendrán que callar sus deseos para encajar en moldes ajenos?