El peso de los silencios: La historia de Mariana
—¡Mariana, apúrate! ¿Vas a salir así? —La voz de mi madre retumbó desde la cocina, atravesando las paredes del pequeño departamento en el centro de Lima. Me miré en el espejo por última vez, jalando la blusa para cubrir mi vientre. Tenía diecisiete años y ya estaba cansada de odiar mi reflejo.
Desde niña, fui la gordita del salón. Mientras mis primas jugaban a modelar en las fiestas familiares, yo me escondía en la cocina con mi abuela, ayudando a preparar picarones y escuchando sus historias. Mi padre, don Ernesto, siempre me decía: “Hijita, quien te quiera, te querrá por tu corazón, no por tu cuerpo”. Pero esas palabras se desvanecían cada vez que escuchaba a mi madre suspirar al verme comer un poco más de arroz o cuando mi tía Lucía murmuraba: “Pobrecita, si tan solo bajara unos kilos…”.
En el colegio, la crueldad era directa. “¡Oye, Mariana, ¿te comiste mi lonchera?!”, gritaba Javier desde el fondo del aula mientras todos reían. Yo apretaba los dientes y fingía que no me importaba. Pero cada noche, lloraba en silencio, preguntándome por qué no podía ser como Camila o Valeria, tan delgadas y seguras.
Probé todas las dietas que encontré en revistas y blogs. Dejé de comer pan, luego azúcar, luego casi todo. Bajaba dos kilos y subía tres. Mi humor se volvía insoportable y mi cuerpo, más extraño aún. Mi madre me llevó a una nutricionista que me recetó pastillas y batidos caros. “Hazlo por tu salud”, decía ella, pero yo sabía que lo que realmente quería era una hija que pudiera mostrar con orgullo en las reuniones familiares.
Una tarde de verano, mientras ayudaba a mi abuela a pelar papas para la causa limeña, le pregunté:
—Abuela, ¿tú alguna vez te sentiste fea?
Ella soltó una carcajada y me abrazó fuerte.
—Ay, Marianita… La belleza es como el sol: todos la ven diferente. Pero nadie puede vivir sin su propio calor.
Sus palabras me acompañaron durante años, pero no lograban ahogar el ruido de la sociedad. En la universidad, las cosas no mejoraron mucho. Mis compañeras hablaban de dietas detox y rutinas de gimnasio como si fueran rituales sagrados. Yo fingía interés mientras escondía mi empanada en la mochila.
Un día conocí a Diego en una clase de literatura latinoamericana. Era alto, moreno y tenía una risa contagiosa. Empezamos a salir y por primera vez sentí que alguien me miraba más allá de mi cuerpo. Pero incluso con él, mis inseguridades me perseguían como sombras.
—¿Por qué estás conmigo? —le pregunté una noche mientras caminábamos por Miraflores.
Diego me miró sorprendido.
—¿Por qué preguntas eso?
—No sé… A veces siento que podrías estar con alguien mejor… más bonita… más flaca.
Él se detuvo y me tomó de las manos.
—Mariana, yo te quiero por cómo eres. No por cómo luces ni por lo que otros piensan.
Quise creerle, pero las voces del pasado eran más fuertes. Cuando Diego me presentó a su familia en una parrillada dominical, sentí todas las miradas clavadas en mí. Su tía Rosa me ofreció ensalada con una sonrisa forzada y su hermana menor apenas me dirigió la palabra. Esa noche discutimos.
—¿Ves? —le dije entre lágrimas—. Nunca voy a encajar.
—¡Eso no es cierto! —respondió él frustrado—. ¡Eres tú la que no se acepta!
Me encerré en el baño y me miré al espejo. ¿Era cierto? ¿Era yo mi peor enemiga?
Las cosas con Diego se enfriaron después de eso. Me refugié en los estudios y en el trabajo voluntario con niños en un comedor popular de Villa El Salvador. Allí conocí a Lucía, una niña de nueve años con los mismos ojos tristes que yo tenía a su edad. Un día la vi apartarse del grupo durante la merienda.
—¿No quieres comer? —le pregunté sentándome a su lado.
Ella bajó la mirada.
—Las otras niñas dicen que estoy gorda…
Sentí un nudo en la garganta. Le tomé la mano y le conté mi historia. Por primera vez entendí que mi dolor podía servir para algo más que lamentarme.
Empecé a escribir sobre mi experiencia en un blog anónimo: “El peso de los silencios”. Al principio solo tenía dos lectores: mi abuela y Lucía. Pero poco a poco empezaron a llegar mensajes de chicas y chicos de todo el país: Arequipa, Cusco, Trujillo… Todos compartiendo historias similares: padres exigentes, comentarios crueles, dietas peligrosas.
Una tarde recibí un mensaje de Camila, la chica popular del colegio:
“Leí tu blog… Nunca imaginé que te sentías así. Yo también sufrí mucho por querer encajar. Gracias por escribirlo”.
Mi madre encontró el blog por accidente. Una noche entró a mi cuarto con los ojos llorosos.
—Perdóname, hija… Nunca quise hacerte sentir menos. Solo quería protegerte del mundo… pero creo que fui parte del problema.
Nos abrazamos largo rato. Por primera vez sentí que podía respirar sin miedo a decepcionarla.
Hoy sigo luchando con mis inseguridades. Hay días buenos y días malos. Pero aprendí que el amor propio no se construye con dietas ni con aprobación ajena, sino con pequeños actos de valentía: decir basta a los comentarios hirientes, buscar ayuda cuando lo necesito y tender la mano a quienes pasan por lo mismo.
A veces me pregunto: ¿Cuántas Marianitas hay allá afuera esperando escuchar que valen tal como son? ¿Cuándo aprenderemos a mirar más allá del cuerpo y ver el corazón?