El peso de los sueños rotos: la historia de Mariana
—¡Mariana, despierta!— gritó mi hermano menor, Samuel, mientras golpeaba la puerta de mi cuarto con desesperación. El reloj marcaba las dos de la madrugada y afuera la lluvia golpeaba el tejado de zinc como si quisiera arrancarlo de cuajo. Me levanté de un salto, con el corazón en la garganta, y corrí al cuarto de mi mamá. Allí estaba ella, temblando, empapada en sudor frío, luchando por respirar.
—Mamá, tranquila, aquí estoy— le susurré mientras tomaba su mano. Sentí su pulso débil y supe que otra vez la diabetes nos estaba robando un poco más de ella. Samuel me miraba con los ojos llenos de miedo. Tenía solo nueve años y ya conocía demasiado bien el sabor amargo de la preocupación.
Esa noche, mientras esperaba a que llegara la ambulancia en nuestro pequeño apartamento en el sur de Bogotá, sentí cómo mis sueños se desmoronaban uno a uno. Yo quería ser doctora, salvar vidas, pero ni siquiera podía salvar a mi propia madre. ¿De qué servían mis buenas notas en el colegio si no tenía dinero para pagar una universidad? ¿De qué servía soñar con un futuro mejor si cada día era una batalla para sobrevivir?
Recuerdo cuando todo era distinto. Papá todavía vivía con nosotros y aunque no teníamos lujos, nunca faltó un plato de arroz con huevo en la mesa. Pero un día se fue, cansado de la pobreza y las peleas, y nunca volvió. Mamá lloró durante semanas, pero luego se levantó y empezó a trabajar limpiando casas en el norte de la ciudad. Yo la veía llegar cada noche con las manos partidas y los pies hinchados, pero siempre con una sonrisa para nosotros.
—Mariana, tú vas a ser doctora algún día— me decía mientras me acariciaba el cabello. —Tú vas a salir adelante por todos nosotros.
Pero ahora ella era la que necesitaba ayuda y yo apenas tenía diecisiete años. Después de esa noche en el hospital, todo cambió. Mamá ya no pudo volver a trabajar y yo tuve que dejar el colegio para buscar empleo. Conseguí trabajo en una panadería del barrio, levantándome a las cuatro de la mañana para amasar pan y limpiar pisos. Los sueños de medicina quedaron guardados en una caja junto a mis cuadernos y libros.
A veces, mientras veía a mis amigas del colegio pasar por la calle con sus uniformes limpios y sus mochilas llenas de ilusiones, sentía una rabia profunda. ¿Por qué a mí? ¿Por qué mi vida tenía que ser tan difícil? Pero luego miraba a Samuel, haciendo tareas en la mesa del comedor mientras cuidaba a mamá, y recordaba que no podía rendirme.
Una tarde, mientras barría la entrada de la panadería, llegó Camilo. Era uno de los chicos más populares del barrio: alto, moreno, con una sonrisa que podía derretir hasta el hielo más duro. Siempre me había gustado en secreto, pero nunca pensé que se fijaría en alguien como yo.
—Hola Mariana— me dijo con esa voz suave que parecía una caricia. —¿Te gustaría salir conmigo este sábado?
No supe qué responder. Quería decirle que sí, que moría por salir con él, pero también sabía que no podía dejar sola a mamá ni gastar dinero en salidas cuando apenas teníamos para comer. Le sonreí tímidamente y le dije que lo pensaría.
Esa noche le conté a mamá lo que había pasado. Ella me miró con ternura y tristeza.
—Tienes derecho a ser feliz, hija— me dijo. —No dejes que esta vida te robe los sueños ni el amor.
Pero yo ya sentía que todo eso era un lujo que no podía permitirme.
Los días pasaban lentos y pesados. El dinero nunca alcanzaba y cada vez era más difícil ver a mamá apagarse poco a poco. Una tarde, después del trabajo, llegué a casa y encontré a Samuel llorando en silencio junto a su cama.
—¿Qué pasa?— le pregunté preocupada.
—Tengo miedo de que mamá se muera— me dijo entre sollozos. —¿Qué vamos a hacer si ella ya no está?
Lo abracé fuerte y sentí cómo se me partía el alma. No tenía respuestas para él ni para mí misma.
Un día recibí una carta del colegio: me ofrecían una beca para estudiar medicina si lograba terminar el último año con buenas notas. Era mi oportunidad, pero ¿cómo iba a dejar solos a mamá y Samuel? ¿Quién iba a pagar las cuentas mientras yo estudiaba?
Esa noche no pude dormir. Me debatía entre mis sueños y mi deber como hija y hermana mayor. Al amanecer, salí al balcón y vi cómo el sol iluminaba los cerros orientales de Bogotá. Sentí una paz extraña y tomé una decisión: iba a intentarlo.
Hablé con doña Rosa, la vecina del tercer piso, y le pedí ayuda para cuidar a mamá mientras yo iba al colegio por las tardes. Volví a estudiar con más ganas que nunca, trabajando en la panadería por las mañanas y haciendo tareas hasta la madrugada. Samuel también puso de su parte: vendía dulces en el colegio para ayudar con los gastos.
No fue fácil. Hubo días en los que quise rendirme, en los que sentía que todo era demasiado injusto. Pero cada vez que veía a mamá sonreírme desde su cama o escuchaba a Samuel contarme sus sueños de ser ingeniero, encontraba fuerzas donde creía que ya no quedaban.
El día que recibí la noticia de que había sido aceptada en la universidad pública para estudiar medicina lloré como nunca antes. Mamá me abrazó con lágrimas en los ojos y Samuel saltaba de alegría por todo el apartamento.
Hoy sigo luchando cada día: estudio por las noches después del trabajo, cuido a mi familia y trato de no perder la esperanza. A veces me pregunto si algún día podré tener una vida normal, si podré enamorarme sin miedo ni culpa, si podré cumplir todos esos sueños que alguna vez parecieron imposibles.
¿Será cierto que los sueños están reservados solo para algunos? ¿O es cuestión de no rendirse nunca, aunque todo parezca perdido? ¿Ustedes qué piensan?