El potencial invisible: La lucha de una madre por el futuro de su hijo

—¡Mamá! ¿Por qué el cielo es azul? —La voz de Emiliano me sacudió como un balde de agua fría justo cuando intentaba terminar el informe para la señora Lucía, mi jefa en la floristería del barrio.

—Porque sí, mi amor. Ahora ve a hacer la tarea —le respondí sin mirarlo, con la cabeza sumergida entre cuentas y facturas.

Pero él no se movió. Sentí su mirada clavada en mi espalda, insistente, como si supiera que yo tenía todas las respuestas del universo. Y yo, cansada, con las manos agrietadas por el trabajo y el corazón apretado por la culpa, solo quería un poco de silencio.

Vivo en una casa pequeña en la ladera de Medellín, donde los techos de zinc resuenan con cada lluvia y los sueños parecen tan lejanos como las luces del centro. Desde que el papá de Emiliano se fue a Venezuela buscando trabajo y nunca volvió, todo recayó sobre mis hombros: las cuentas, la comida, los uniformes escolares y, sobre todo, el futuro de mi hijo.

Mi mamá siempre dice que los niños pobres deben aprender a sobrevivir, no a soñar. Pero Emiliano es diferente. Tiene una curiosidad que no cabe en este barrio. Pregunta por qué los pájaros cantan, cómo funcionan los buses eléctricos y si algún día podremos viajar en avión. Yo, entre el cansancio y la rutina, a veces solo atino a callarlo.

Esa noche, después de acostarlo, me senté en la cama y lloré bajito. No por mí, sino por él. ¿Qué clase de madre soy si apago sus preguntas? ¿Si le enseño a conformarse con lo que hay?

Al día siguiente, mientras barría la entrada de la floristería, escuché a doña Lucía hablando con una clienta sobre una feria de ciencia en la biblioteca pública. Sentí un cosquilleo en el pecho. ¿Y si llevaba a Emiliano? ¿Y si le daba una oportunidad para ver más allá de nuestro barrio?

Esa tarde, cuando Emiliano llegó del colegio con los zapatos rotos y la camisa manchada de tinta, lo miré a los ojos y le dije:

—¿Quieres ir a una feria de ciencia conmigo?

Sus ojos se iluminaron como cuando ve fuegos artificiales en Navidad.

—¿En serio? ¿Podemos ir?

—Sí, pero tienes que prometerme que vas a preguntar todo lo que quieras. Nadie te va a callar.

El sábado nos subimos al metro por primera vez. Emiliano iba pegado a la ventana, mirando fascinado los edificios altos y los grafitis coloridos. En la biblioteca había niños de otros barrios, algunos con uniformes limpios y mochilas nuevas. Sentí una punzada de vergüenza por nuestra ropa gastada, pero Emiliano no parecía notarlo.

En un stand sobre astronomía, una joven voluntaria le explicó cómo funciona un telescopio. Emiliano preguntó tanto que la muchacha terminó invitándonos a una charla especial para niños curiosos.

—Su hijo tiene una mente brillante —me dijo ella al final—. No deje que nadie le apague esa chispa.

Esa noche, mientras cenábamos arroz con huevo y arepa, Emiliano me contó todo lo que había aprendido. Sus palabras llenaban la casa de esperanza.

—Mamá, ¿crees que yo también puedo ser científico?

Me costó responderle. Pensé en las veces que le dije que no soñara tanto, en las veces que preferí el silencio antes que sus preguntas.

—Claro que puedes —le dije al fin—. Pero tienes que prometerme algo: nunca dejes de preguntar.

Los días siguientes fueron distintos. Empecé a buscar respuestas juntos en internet desde el celular prestado de mi hermana. Le enseñé lo poco que sabía y aprendí con él lo que no entendía. A veces nos reíamos de nuestras propias ocurrencias; otras veces discutíamos cuando no encontrábamos respuestas fáciles.

Mi mamá se burlaba:

—¿Para qué tanta pregunta? Mejor enséñale a trabajar.

Pero yo ya no podía volver atrás. Había visto el brillo en los ojos de Emiliano y sabía que tenía que luchar por ese futuro distinto.

Un día llegó una carta del colegio: Emiliano había sido seleccionado para participar en un concurso municipal de ciencias. Yo lloré otra vez, pero esta vez de orgullo.

El día del concurso, mientras lo veía presentar su experimento sobre plantas medicinales —hecho con botellas recicladas y tierra del solar— sentí que todo valía la pena: las noches sin dormir, los trabajos extras, las miradas de lástima o burla.

Emiliano no ganó el primer lugar, pero fue invitado a un club de ciencia gratuito para niños talentosos. Cuando salimos del evento, me abrazó fuerte y me susurró:

—Gracias por dejarme preguntar, mamá.

Ahora sé que mi deber no es protegerlo del mundo ni darle todas las respuestas. Mi deber es enseñarle a buscar sus propias respuestas y a nunca dejarse vencer por las circunstancias.

A veces me pregunto: ¿Cuántos niños como Emiliano hay en nuestros barrios esperando solo una oportunidad? ¿Cuántas madres como yo tienen miedo de soñar por sus hijos? ¿Y si todos decidiéramos escuchar más y callar menos?