El precio de la emoción: La noche que cambió mi destino

—¿De verdad crees que la vida contigo es suficiente para toda una vida? —pregunté, sin mirar a Lucía a los ojos, mientras partía el pan en la mesa de nuestra pequeña casa en San Miguel de Tucumán.

Ella dejó el tenedor sobre el plato, el sonido seco resonó en la cocina. Sus ojos oscuros, tan intensos como el café de la mañana, me atravesaron. —¿Y tú? ¿Crees que yo no he sentido lo mismo alguna vez, Ernesto?

Me quedé callado. No esperaba esa respuesta. Siempre pensé que Lucía era feliz con nuestra rutina: los domingos de asado con su familia, las tardes de mate en la galería, las noches viendo novelas argentinas. Pero yo… yo sentía que algo me faltaba. Que la vida se me iba entre los dedos, monótona y predecible.

—No sé, Lucía. A veces siento que me ahogo —confesé, bajando la voz—. Que la vida se me hace chica.

Ella suspiró largo. —¿Y qué harías para sentirte vivo, Ernesto? ¿Cambiarme por otra? ¿Irte? ¿O simplemente soñar con lo que no tienes?

No supe qué decir. El silencio se hizo pesado. Afuera, los grillos cantaban como si nada pasara.

Esa noche dormimos espalda contra espalda. Yo miraba el techo, repasando cada palabra. Al día siguiente, Lucía se fue temprano al hospital donde trabajaba como enfermera. Yo me quedé solo con mi café y mis pensamientos.

En el taller mecánico donde trabajo, los muchachos siempre hablan de mujeres, de aventuras, de noches locas en boliches del centro. Me reí con ellos, pero por dentro sentía un vacío.

Una tarde, después del trabajo, me crucé con Camila en la panadería. Era una vieja amiga del colegio, ahora separada y con una risa contagiosa. Me invitó a tomar una cerveza en un barcito cerca del parque 9 de Julio.

—¿Y vos? ¿Seguís con Lucía? —me preguntó, mirándome con picardía.

—Sí… pero a veces siento que me falta algo —le confesé, sintiéndome adolescente otra vez.

Camila se acercó más. Su perfume dulce me mareó. Esa noche no volví temprano a casa. No fue solo una cerveza. Fue el principio de algo que no supe controlar.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: mensajes ocultos, excusas para salir tarde del taller, mentiras piadosas a Lucía. Me sentía vivo, sí… pero también culpable.

Una tarde lluviosa, mientras estaba con Camila en su departamento, sonó mi celular: era Lucía. No atendí. Al rato, otro mensaje: «Ernesto, tu mamá está mal. Estoy en el hospital con ella».

Sentí un puñal en el pecho. Salí corriendo bajo la lluvia sin despedirme de Camila. Llegué al hospital empapado. Lucía estaba sentada junto a mi madre, sosteniéndole la mano.

—¿Dónde estabas? —me preguntó Lucía sin mirarme.

—En el taller… se largó a llover y… —mentí torpemente.

Ella no dijo nada más. Solo apretó los labios y siguió cuidando a mi vieja.

Esa noche volví a casa solo. Lucía se quedó en el hospital. Me senté en la cama y lloré como un chico. ¿Qué estaba haciendo? ¿Por qué buscaba emoción si tenía todo lo que necesitaba?

Pasaron los días y mi madre mejoró. Pero Lucía ya no era la misma conmigo. Había una distancia fría entre nosotros. Una noche, mientras cenábamos en silencio, ella habló:

—Ernesto… yo sé lo de Camila.

Sentí que el mundo se me venía abajo.

—¿Cómo…?

—No importa cómo lo supe —dijo con voz firme—. Lo importante es que ahora vos tenés que decidir qué querés para tu vida. Yo no voy a mendigar amor ni respeto.

Me quedé mudo. Quise pedirle perdón, decirle que fue un error, que solo buscaba sentirme vivo… pero las palabras no salían.

Esa noche dormí en el sillón. Al día siguiente, Lucía se fue temprano y dejó una carta sobre la mesa:

«Ernesto,

Te amé con todo mi corazón. Pero no puedo competir con tus fantasmas ni con tu necesidad de emoción constante. Si algún día entendés lo que perdiste, quizás ya sea tarde.

Lucía»

El vacío fue absoluto. Camila desapareció tan rápido como llegó; nunca fue más que un espejismo de libertad.

Pasaron semanas grises. El taller ya no era refugio; mis amigos me miraban con lástima o burla. Mi madre me preguntaba por Lucía y yo solo bajaba la cabeza.

Una tarde cualquiera, mientras barría hojas secas en el patio, vi a Lucía pasar por la vereda con su uniforme blanco y su sonrisa cansada. No me miró.

Esa noche escribí una carta larga, llena de disculpas y promesas vacías. Nunca tuve el valor de dársela.

Hoy vivo solo en esa misma casa donde todo empezó. La rutina sigue siendo la misma: café amargo por las mañanas, partidos de fútbol los domingos por TV, mates tibios al atardecer… pero sin Lucía todo es distinto.

A veces me pregunto si valió la pena buscar emoción a costa de perder lo esencial. ¿Cuántos hombres como yo confunden aventura con felicidad? ¿Cuántos se dan cuenta demasiado tarde?

¿Y vos? ¿Te animarías a arriesgarlo todo por un poco de emoción? ¿O aprendiste a valorar lo que tenés antes de perderlo?