El precio de la felicidad en Año Nuevo
—¡Siempre lo mismo, mamá! —grité, dejando caer el tenedor sobre el plato de arroz con pollo que ella había preparado con tanto esmero para la cena de Año Nuevo. El aroma del cilantro y el ají amarillo flotaba en el aire, pero yo apenas podía saborearlo. Mi madre, Lucía, me miró con esos ojos que mezclaban cansancio y esperanza, como si aún creyera que podía convencerme de sentar cabeza.
—No te pido mucho, hijo. Solo que pienses en tu futuro. Ya tienes veintiocho años, Bartolo. ¿Hasta cuándo vas a seguir gastando tu tiempo en ese carro viejo? —dijo, cruzando los brazos sobre el delantal manchado de salsa.
Sentí el calor subirme a las mejillas. No era la primera vez que teníamos esta conversación. Desde que compré mi Nissan Sentra del 2002, parecía que todo lo demás había dejado de importar. Pero para mí, ese carro era más que un montón de fierros: era mi escape, mi libertad, mi refugio de las expectativas que me asfixiaban en casa.
—Mamá, ya te dije que no es solo un carro. Es mi trabajo, mi vida… —intenté explicarle, pero ella me interrumpió.
—¿Y cuándo vas a traerme una nuera? ¿Cuándo vas a darme nietos? Mira a tu primo Ernesto, ya tiene dos hijos y una casa propia. Tu tía no deja de presumirlo en cada reunión familiar.
La comparación me dolió más de lo que quería admitir. Ernesto siempre fue el ejemplo perfecto: ingeniero, casado con una odontóloga, dos niños rubios y gorditos. Yo, en cambio, seguía viviendo en la casa materna, trabajando como chofer de taxi por aplicación y soñando con ahorrar lo suficiente para abrir un pequeño taller mecánico.
Me levanté bruscamente de la mesa.
—Voy a dar una vuelta. No te preocupes, regreso antes de la medianoche —dije, tomando las llaves del auto.
—Barto… —su voz tembló—. Solo quiero lo mejor para ti.
No respondí. Cerré la puerta tras de mí y sentí el aire húmedo de Lima golpearme en la cara. El barrio estaba tranquilo; apenas se escuchaban los fuegos artificiales lejanos y el murmullo de alguna radio encendida. Subí al carro y encendí el motor. El ronroneo del Sentra era música para mis oídos.
Mientras manejaba por las calles vacías, mi mente no dejaba de repasar la discusión. ¿Era tan malo querer algo diferente? ¿Por qué en nuestra familia todo tenía que ser según el mismo libreto? Casarse joven, tener hijos pronto, comprar una casa aunque fuera a crédito…
De pronto, vi a una mujer parada bajo un poste de luz, con un niño dormido en brazos. Su rostro me resultó familiar: era Rosa, una antigua compañera del colegio. Bajé la ventana.
—¿Rosa? ¿Todo bien?
Ella me miró sorprendida y sonrió débilmente.
—Barto… Qué milagro verte. Estoy esperando un taxi, pero parece que nadie quiere trabajar hoy.
—Súbete, yo te llevo —le ofrecí sin dudarlo.
Durante el trayecto, Rosa me contó su historia: su esposo la había dejado hacía dos años y desde entonces luchaba sola para criar a su hijo. Trabajaba limpiando casas y vendiendo empanadas en la esquina del mercado.
—A veces siento que no puedo más —confesó mientras miraba por la ventana—. Pero cuando veo a mi hijo dormir tranquilo… sé que tengo que seguir.
Sus palabras me golpearon fuerte. Pensé en mi madre y en sus sacrificios para sacarme adelante después de que mi papá nos abandonó cuando yo tenía diez años. ¿Acaso yo no estaba repitiendo el mismo ciclo de huir ante los problemas?
Dejé a Rosa frente a su casa y ella me abrazó antes de bajar.
—Gracias por no juzgarme —susurró.
Regresé a casa con el corazón apretado. Eran casi las once y media. Mi madre estaba sentada frente al televisor apagado, con los ojos rojos de tanto llorar.
—Perdóname, mamá —dije apenas crucé la puerta—. No quiero hacerte sufrir.
Ella se levantó lentamente y me abrazó con fuerza.
—Solo quiero verte feliz, hijo. Pero a veces olvido que tu felicidad no tiene que parecerse a la mía.
Nos sentamos juntos a esperar la medianoche. Afuera estallaban los fuegos artificiales y los vecinos gritaban «¡Feliz Año Nuevo!» entre risas y abrazos. Por primera vez en mucho tiempo sentí paz.
Esa noche entendí que la felicidad no viene en paquetes iguales para todos ni se compra con ofertas de Año Nuevo. A veces está en aceptar nuestras diferencias y aprender a soltar los sueños ajenos para abrazar los propios.
Ahora les pregunto: ¿cuántas veces han sentido que su felicidad no encaja con lo que su familia espera? ¿Vale la pena sacrificar nuestros sueños por cumplir con las expectativas de otros?