El precio de mi libertad: la historia de Mariana

—¿Dónde está el recibo del súper, Mariana? —La voz de Ernesto retumba en la cocina, cortando el aire como un machete. Yo, con las manos aún húmedas de lavar los platos, busco en el bolso con dedos temblorosos. Él se acerca, su sombra cubre la luz del foco. Siento el sudor frío bajando por mi espalda.

—Aquí está, Ernesto —le digo, entregándole el papel arrugado. Él lo revisa con una precisión que me asusta. Cada peso, cada centavo, debe estar justificado. Si falta algo, si me atreví a comprarme una crema para las manos o un chocolate para mi hija Camila, sé lo que viene: el sermón, la amenaza velada, el castigo del silencio.

No siempre fue así. Cuando nos conocimos en la universidad de San Salvador, Ernesto era encantador. Me hacía reír, me llevaba pupusas al parque y me prometía un futuro juntos. Yo soñaba con ser maestra y tener una familia feliz. Pero después de casarnos y mudarnos a su pueblo en las afueras de Santa Ana, todo cambió. Al principio pensé que era amor, que quería protegerme. Pero pronto entendí que era control.

—Es por tu bien, Mariana. Las mujeres no saben manejar el dinero —me dijo la primera vez que me pidió mi quincena completa. Yo, recién contratada en la escuela primaria, sentí una punzada de vergüenza y obedecí. Pensé que era temporal. Pero los meses pasaron y la rutina se volvió costumbre.

Cada mañana dejo a Camila en la guardería y camino al colegio con la cabeza baja. Mis compañeras hablan de sus planes, de ahorrar para unas vacaciones o comprarse un vestido nuevo. Yo solo escucho y sonrío. No puedo decirles que no tengo ni para un café en la esquina. Todo lo que gano va directo a las manos de Ernesto. Él paga las cuentas, compra la comida y me da lo justo para el pasaje del bus.

A veces me pregunto si alguien nota mis ojos tristes o mis manos agrietadas por el detergente barato que compro para ahorrar. Mi mamá sospecha algo. Cuando voy a visitarla los domingos, me mira con preocupación.

—¿Estás bien, hija? —me pregunta mientras pela mangos en la mesa de la cocina.

—Sí, mamá —le miento—. Solo estoy cansada.

Pero ella insiste:

—Antes te reías más, Mariana. ¿Ernesto te trata bien?

No sé qué responderle. ¿Cómo explicarle que no hay golpes ni gritos, pero sí una cárcel invisible hecha de billetes y monedas?

Una tarde, mientras Ernesto dormía la siesta después del almuerzo, encontré una moneda de cinco pesos debajo del sofá. La guardé en el bolsillo como si fuera un tesoro prohibido. Esa noche no pude dormir pensando en qué gastarla: ¿un dulce para Camila? ¿Un jabón mejor para mí? Al final la escondí en una caja de zapatos junto con otras monedas que fui encontrando en los rincones de la casa.

Mi vida se volvió una búsqueda silenciosa de monedas perdidas y billetes olvidados en los bolsillos de Ernesto. Me sentía como una ladrona en mi propia casa. Pero esa pequeña caja era mi único secreto, mi única esperanza.

Un día, en la sala de maestros, escuché a doña Lupita hablar sobre un taller para mujeres sobre independencia financiera y derechos económicos. Sentí una chispa encenderse dentro de mí. Me acerqué tímida:

—¿Cree que yo podría ir?

—Claro que sí, Mariana —me respondió con una sonrisa cálida—. Todas tenemos derecho a aprender a manejar nuestro dinero.

Esa noche le pedí permiso a Ernesto para ir al taller.

—¿Para qué quieres ir a esas cosas? —me preguntó frunciendo el ceño.

—Dicen que enseñan a ahorrar mejor —mentí—. Así podemos gastar menos.

Eso le gustó y aceptó. El sábado siguiente fui al taller con el corazón acelerado. Escuché historias de otras mujeres como yo: Rosa, que vendía tamales en secreto; Julia, que escondía billetes en los pañales del bebé; Marta, que había logrado abrir una cuenta bancaria sin que su esposo supiera.

Por primera vez en años sentí que no estaba sola.

Al volver a casa, Ernesto notó algo diferente en mí.

—¿Qué te enseñaron? —preguntó desconfiado.

—Nada importante —respondí bajando la mirada—. Solo cosas de mujeres.

Pero dentro de mí algo había cambiado. Empecé a soñar con tener mi propio dinero, con decidir qué comprar sin pedir permiso. Empecé a guardar más monedas, a planear cómo podría abrir una cuenta bancaria a mi nombre.

Una noche escuché a Camila rezar antes de dormir:

—Diosito, haz que mi mami sea feliz y que no llore más cuando cree que no la veo.

Sentí un nudo en la garganta. No podía seguir viviendo así solo por miedo o costumbre. Pensé en todas las veces que Ernesto me dijo que yo no servía para manejar dinero, que sin él no podría sobrevivir.

Pero yo ya había sobrevivido mucho antes de conocerlo: crecí sin padre, ayudé a mi mamá vendiendo tortillas en el mercado desde niña, estudié becada porque no teníamos ni para los útiles escolares.

Esa noche tomé una decisión: iba a recuperar mi libertad poco a poco, aunque me costara lágrimas y miedo.

Empecé a vender dulces en la escuela a escondidas. Guardaba las ganancias en mi caja secreta. Un día doña Lupita me ofreció ayudarla los fines de semana en su puesto del mercado central.

—Eres valiente, Mariana —me dijo—. No dejes que nadie te quite lo que es tuyo.

Con el tiempo reuní suficiente dinero para abrir una cuenta bancaria con ayuda de una amiga de confianza. Sentí un vértigo delicioso al firmar los papeles: por fin tenía algo mío.

No fue fácil enfrentar a Ernesto cuando se enteró. Hubo gritos, portazos y días enteros sin hablarnos. Pero ya no tenía miedo: ahora sabía que podía sobrevivir sola si era necesario.

Hoy sigo luchando por mi independencia. No todo ha cambiado: Ernesto sigue controlando muchas cosas y aún tengo miedo a veces. Pero ahora sé que merezco decidir sobre mi vida y mi dinero.

A veces me pregunto cuántas mujeres viven lo mismo en silencio, cuántas tienen miedo de dar el primer paso como yo lo tuve.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que nos quiten lo más básico: nuestra libertad? ¿Cuántas Marianitas crecerán pensando que no pueden soñar ni decidir por sí mismas?