El precio de mi silencio

—¿Por qué me haces esto, Lucía? —le pregunté con la voz quebrada, mientras el eco de mi pregunta rebotaba en las paredes húmedas de la cocina. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina como si quisiera arrancar la casa de raíz. Lucía, mi mejor amiga desde la infancia, me miró con esos ojos oscuros que nunca mostraban más de lo necesario.

—No te estoy haciendo nada, Hilda. Tú misma me llamaste —respondió, dejando la bolsa del pan sobre la mesa. Su voz era firme, casi cruel. Yo apreté el borde de la mesa con las manos sudorosas, sintiendo cómo el miedo y la culpa me apretaban el pecho.

Hace dos semanas, la vida que conocía se desmoronó. Mi esposo, Ernesto, fue arrestado por un delito que juró no haber cometido. La policía llegó a nuestra casa en la colonia Guerrero a las tres de la mañana, despertando a todo el vecindario. Mi hijo, Emiliano, apenas tenía seis años y no entendía por qué su papá lloraba mientras se lo llevaban esposado. Desde ese día, todo cambió.

No tenía dinero para pagar un abogado decente. Mi trabajo como cajera en el mercado apenas alcanzaba para comer y pagar la renta. Mi madre me decía que debía buscar ayuda en la iglesia, pero yo ya no creía en milagros. Fue entonces cuando Lucía apareció con su propuesta.

—Puedo cuidar a Emiliano hasta que todo esto pase —me dijo una tarde, mientras tomábamos café en su departamento de la colonia Roma. Ella siempre había tenido más suerte: un buen trabajo en una oficina de gobierno, un esposo cariñoso y una casa sin goteras. Yo dudé, pero la desesperación me ganó.

—¿Y si nunca pasa? —pregunté sin mirarla a los ojos.

—Entonces será mejor para él —respondió Lucía, acariciando mi mano con suavidad.

Esa noche no dormí. Pensé en todas las veces que había protegido a Emiliano del mundo: cuando se cayó de la bicicleta y le curé las rodillas; cuando lloró porque los niños del parque se burlaron de su ropa vieja; cuando le prometí que siempre estaría a su lado. Pero ahora sentía que el mundo era demasiado grande y yo demasiado pequeña para salvarlo.

Al día siguiente, empaqué su ropa en una mochila azul y lo llevé a casa de Lucía. Él no entendía por qué debía quedarse allí. Me abrazó fuerte y me preguntó si volvería pronto. Le mentí: le dije que sí.

—¿Por qué no puedo quedarme contigo, mamá? —me preguntó con los ojos llenos de lágrimas.

—Porque necesito arreglar unas cosas, mi amor. Pero te prometo que pronto estaremos juntos —le respondí, sintiendo cómo se me rompía el corazón.

Ahora, sentada frente a Lucía en su cocina iluminada por un solo foco amarillo, me doy cuenta de que he cometido el peor error de mi vida. Ella sirve café como si nada hubiera pasado.

—¿Te arrepientes? —me pregunta sin levantar la vista.

—No sé… No sé si hice bien —respondo, mirando mis manos temblorosas.

—Hilda, Emiliano está bien aquí. Tiene su propio cuarto, va a una buena escuela y no le falta nada —dice Lucía, casi como si estuviera leyendo un guion aprendido de memoria.

Pero yo sé que no es cierto. Sé que Emiliano llora por las noches y pregunta por mí. Sé que sufre en silencio porque no entiende por qué su mamá lo dejó con una mujer que apenas conoce.

La culpa me carcome cada día. En el mercado, mientras cobro las compras de los clientes, veo madres con sus hijos y siento una punzada en el pecho. A veces creo ver a Emiliano entre la multitud y corro tras él, solo para descubrir que es otro niño con mochila azul.

Mi madre me llama todos los días para preguntarme si ya fui a ver al abogado público. Yo le miento: le digo que estoy haciendo todo lo posible por sacar a Ernesto de la cárcel. Pero la verdad es que tengo miedo. Miedo de enfrentarme a la realidad, miedo de descubrir que tal vez Ernesto sí es culpable, miedo de perderlo todo para siempre.

Una noche, después de cerrar el mercado, decidí ir a ver a Emiliano sin avisar. Caminé bajo la lluvia hasta la casa de Lucía y toqué la puerta con fuerza. Me abrió su esposo, Javier, un hombre amable pero distante.

—¿Está Emiliano? —pregunté sin saludar.

—Sí, está en su cuarto —me respondió Javier, haciéndose a un lado para dejarme pasar.

Subí las escaleras corriendo y abrí la puerta del cuarto sin tocar. Emiliano estaba sentado en la cama, abrazando su peluche favorito. Cuando me vio, sus ojos se iluminaron.

—¡Mamá! —gritó y corrió hacia mí.

Lo abracé tan fuerte que sentí que podía fundirme con él. Lloramos juntos durante varios minutos. Le prometí que pronto volveríamos a estar juntos, aunque sabía que era otra mentira.

Esa noche dormí en el sillón de Lucía porque no tenía fuerzas para regresar a casa. Escuché cómo ella y Javier discutían en voz baja en la cocina:

—No podemos seguir así, Lucía. Este niño necesita a su madre —decía Javier.

—¿Y qué quieres que haga? Hilda no puede cuidarlo ahora —respondió ella con voz tensa.

—Pero tampoco podemos reemplazarla —insistió él.

Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Acaso Lucía pensaba quedarse con mi hijo para siempre? ¿Acaso yo había perdido mi derecho a ser madre?

Los días pasaron y mi relación con Lucía se volvió cada vez más tensa. Ella empezó a tomar decisiones sobre Emiliano sin consultarme: lo inscribió en clases de inglés, cambió su dieta y hasta le cortó el cabello sin preguntarme. Sentí que poco a poco me estaba borrando de la vida de mi propio hijo.

Un día no aguanté más y enfrenté a Lucía:

—¡No eres su madre! —le grité entre lágrimas.

—¡Pues compórtate como tal! —me respondió ella con furia.— ¡Lucha por él! ¡Haz algo!

Sus palabras me golpearon como una bofetada. Tenía razón: yo había renunciado demasiado rápido. Decidí buscar ayuda legal aunque no tuviera dinero. Fui al DIF, hablé con trabajadores sociales y hasta vendí mi celular para pagar una consulta con un abogado decente.

La batalla fue larga y dolorosa. Ernesto fue declarado inocente después de seis meses gracias a un testigo inesperado: un vecino que vio todo y decidió hablar por fin. Cuando Ernesto salió de prisión, estaba demacrado pero vivo. Nos abrazamos los tres: él, Emiliano y yo.

Lucía dejó de hablarme después de eso. Perdí a mi mejor amiga pero recuperé a mi familia. A veces me pregunto si hice bien en confiarle a Emiliano o si debí luchar desde el principio.

Hoy miro a mi hijo dormir y me pregunto: ¿cuántas madres han tenido que elegir entre el amor y el miedo? ¿Cuántas han entregado lo más valioso por creer que era lo mejor? ¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar?