El precio del olvido: la historia de Kinga y Zosia

—¿Por qué te vas, Mariana? —le pregunté con la voz quebrada, mientras ella cerraba la maleta en medio del calor sofocante de nuestro pequeño departamento en la colonia Doctores.

—No puedo más, Julián. No puedo con tus deudas, con tu falta de trabajo, con esta vida que no lleva a ninguna parte —me respondió sin mirarme a los ojos. Kinga y Zosia, nuestras hijas, apenas tenían 10 y 12 años. Las vi abrazadas en la esquina, sus caritas llenas de lágrimas y miedo.

Mariana salió por la puerta sin volver la vista atrás. El portazo retumbó en mi pecho como una sentencia. Me quedé solo con dos niñas y una montaña de cuentas por pagar. Esa noche, mientras ellas dormían, me senté en la mesa de la cocina y lloré en silencio. ¿Cómo iba a sacarlas adelante?

Los días siguientes fueron un infierno. Perdí el trabajo en el taller mecánico y tuve que vender mi moto para comprar comida. Kinga y Zosia dejaron de ir a la escuela por unos meses; no podía pagar los útiles ni el uniforme. Pero ellas nunca se quejaron. Al contrario, se turnaban para ayudarme a vender tamales en la esquina o limpiar casas ajenas.

Una tarde, mientras lavábamos trastes en casa de doña Lupita, Kinga me miró con esos ojos grandes y serios:

—Papá, ¿tú crees que algún día vamos a tener nuestra propia casa? ¿Un lugar donde no tengamos que escondernos cuando viene el casero?

No supe qué responderle. Solo la abracé fuerte y le prometí que haría todo lo posible para que así fuera.

Pasaron los años. Mariana nunca volvió ni llamó. Las niñas crecieron rápido, aprendiendo a sobrevivir en una ciudad que no perdona la debilidad. Yo conseguí trabajo como ayudante en una fonda del centro. Ahí fue donde Kinga y Zosia descubrieron su pasión por la cocina. Se quedaban horas observando a doña Chayo preparar mole y enchiladas; después, en casa, experimentaban con lo poco que teníamos.

Un día, mientras recogía mesas, escuché a dos clientes hablar sobre un concurso gastronómico para jóvenes emprendedores. El premio era suficiente para abrir un pequeño local. Animé a mis hijas a inscribirse. Trabajaron día y noche perfeccionando una receta de pozole verde con toque guerrerense que les enseñó su abuela materna antes de morir.

El día del concurso llegó. Yo estaba más nervioso que ellas. Cuando anunciaron que Kinga y Zosia habían ganado el primer lugar, lloré como nunca antes. Pero el dinero del premio apenas alcanzaba para rentar un local diminuto en la colonia Roma.

Fue entonces cuando apareció don Tadeo, un cliente habitual de la fonda. Siempre vestía elegante y tenía modales de otro tiempo. Un día se acercó a mí mientras barría la entrada:

—Julián, he visto cómo luchan tus hijas. Me recuerdan a mi madre, que también empezó desde abajo. Quiero ayudarlas a cumplir su sueño.

Pensé que era una broma o alguna trampa. Pero don Tadeo cumplió su palabra: les prestó el dinero necesario para abrir un restaurante en una esquina privilegiada de la ciudad. Puso solo una condición: que nunca olvidaran sus raíces ni dejaran de ayudar a quienes más lo necesitaban.

Así nació «Las Hermanas», un restaurante pequeño pero acogedor donde Kinga y Zosia cocinaban con el alma. Pronto se corrió la voz sobre sus platillos únicos y su trato cálido. La gente hacía fila para probar sus chiles en nogada o su pastel de elote.

El éxito llegó rápido. Salieron en revistas, programas de televisión y hasta recibieron una invitación para participar en un festival gastronómico internacional en Buenos Aires. El dinero empezó a fluir; compraron una casa grande para los tres y pagaron todas las deudas.

Pero el pasado no desaparece tan fácil. Una tarde calurosa, mientras Kinga revisaba las cuentas y Zosia atendía a los clientes, una mujer entró al restaurante. Estaba demacrada, con el cabello desordenado y los ojos llenos de cansancio.

—¿Kinga? ¿Zosia? —preguntó con voz temblorosa.

Las dos hermanas se quedaron paralizadas al reconocerla: era Mariana, su madre.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Zosia, con una mezcla de rabia y dolor.

—Vine porque… porque no tengo a dónde ir —balbuceó Mariana—. Perdí todo en Veracruz… pensé que tal vez…

Kinga apretó los labios y bajó la mirada. Yo observaba desde lejos, sin atreverme a intervenir.

—¿Ahora sí te acuerdas de nosotras? —dijo Kinga con voz fría—. Cuando más te necesitábamos, nos dejaste solas.

Mariana rompió en llanto. Los clientes miraban incómodos; algunos cuchicheaban entre sí.

—Lo siento… sé que no merezco su perdón… pero son mi familia…

Zosia se acercó despacio y le entregó un vaso de agua.

—Aquí nadie pasa hambre —le dijo— pero el perdón no se compra con lágrimas.

Esa noche discutimos hasta tarde en casa. Kinga no quería saber nada de Mariana; Zosia decía que todos merecen una segunda oportunidad. Yo me sentía dividido entre el rencor y el deseo de ver a mi familia reunida.

Los días pasaron y Mariana empezó a ayudar en el restaurante: lavaba platos, barría el piso, hacía lo que fuera necesario para demostrar que había cambiado. Poco a poco, algunos clientes habituales comenzaron a notar su presencia y preguntaban por ella.

Una tarde, don Tadeo vino a cenar como siempre. Observó la escena familiar y me dijo al oído:

—El éxito no se mide solo por el dinero o la fama, Julián. Se mide por la capacidad de sanar las heridas del pasado.

Esa noche, mientras cerrábamos el restaurante, Kinga se acercó a mí:

—Papá… ¿tú crees que podamos volver a ser una familia? ¿O hay heridas que nunca sanan?

Me quedé pensando largo rato antes de responderle. A veces me pregunto si realmente podemos dejar atrás el dolor o si simplemente aprendemos a vivir con él.

¿Ustedes qué harían? ¿Perdonarían a alguien que los abandonó cuando más lo necesitaban? ¿O hay errores imperdonables?