El precio invisible de un matrimonio perfecto
—¿Por qué no viniste ayer, Mariana? Te estuve esperando para el cafecito —le pregunté, mientras la veía bajar las escaleras del edificio con la mirada baja y los hombros encorvados. Su respuesta fue apenas un susurro:—No pude, Lucía. Tenía cosas que hacer en casa.
Antes, Mariana era el alma de las reuniones en el edificio. Siempre con una sonrisa, siempre bien vestida, con ese perfume dulce que inundaba el pasillo. Yo la admiraba, no solo por su belleza sino por esa seguridad que irradiaba. Pero desde que se casó con Esteban, algo en ella se apagó. Su piel perdió el brillo, sus ojos se volvieron opacos y su risa, esa risa contagiosa, desapareció.
Al principio pensé que era el estrés de la mudanza o la adaptación a la vida de casada. Pero los meses pasaron y Mariana se fue desvaneciendo ante mis ojos. Me preocupaba, pero cada vez que intentaba acercarme, ella se alejaba más. Hasta que una noche, mientras sacaba la basura, la vi sentada en las escaleras del sótano, llorando en silencio.
Me acerqué despacio, sin querer asustarla. —¿Estás bien? —pregunté. Ella negó con la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. Me senté a su lado y esperé. No dije nada más; solo le ofrecí mi presencia. Después de un rato, levantó la vista y vi un moretón en su mejilla derecha.
—No digas nada, por favor —me suplicó—. Es solo que Esteban… a veces se enoja mucho.
Sentí una mezcla de rabia e impotencia. ¿Cómo podía ser que esa mujer fuerte estuviera viviendo algo así? ¿Cómo era posible que nadie más lo notara? En nuestro edificio todos saludan, todos preguntan cómo estás, pero nadie mira realmente.
Esa noche no dormí. Recordé todas las veces que vi a Esteban saliendo temprano, serio, sin saludar a nadie. Recordé los gritos ahogados que escuché una vez y que preferí ignorar pensando que era una discusión normal de pareja. Me odié por no haber preguntado antes.
Al día siguiente, invité a Mariana a mi departamento con la excusa de enseñarle una receta nueva de empanadas. Al principio dudó, pero finalmente aceptó. Mientras cocinábamos, intenté sacar el tema con delicadeza.
—¿Te acuerdas cuando bailábamos juntas en las fiestas del edificio? —le dije—. Extraño esos tiempos.
Ella sonrió apenas.—Yo también los extraño… pero ahora todo es diferente.
—¿Por qué no te vas de ahí? —me atreví a preguntar.
Mariana bajó la mirada.—No es tan fácil, Lucía. Mi mamá siempre dice que el matrimonio es para toda la vida. Además… ¿a dónde voy a ir? No tengo trabajo desde que me casé y Esteban no me deja salir sola.
Sentí un nudo en la garganta. En ese momento entendí cuán atrapada estaba Mariana. No era solo el miedo a Esteban; era el miedo al qué dirán, a decepcionar a su familia, a quedarse sola en un mundo donde ser mujer y estar sola sigue siendo motivo de sospecha.
Pasaron semanas en las que Mariana y yo compartimos silencios y miradas cómplices. A veces me dejaba notas debajo de la puerta: «Gracias por estar» o «Hoy fue un buen día». Otras veces no sabía nada de ella por días y temía lo peor.
Un domingo por la tarde escuché golpes y gritos provenientes de su departamento. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se me iba a salir del pecho. Llamé a la policía sin pensarlo dos veces. Cuando llegaron, Esteban abrió la puerta con esa sonrisa falsa que siempre me había dado escalofríos.
—Todo está bien aquí —dijo—. Mi esposa está descansando.
Pero los oficiales insistieron en ver a Mariana. Cuando salió al pasillo, tenía el labio partido y los ojos hinchados de tanto llorar. Uno de los policías me miró como preguntando si quería declarar algo. Asentí con la cabeza.
Esa noche, Mariana se quedó en mi departamento. Lloró hasta quedarse dormida en mi sofá. Al día siguiente, su mamá vino a buscarla y le rogó que regresara con Esteban. «Es tu esposo, hija. Las cosas se arreglan hablando», le decía mientras le acariciaba el cabello.
Mariana me miró con desesperación.—¿Qué hago, Lucía? Si me voy, mi familia me da la espalda; si me quedo… ya sabes lo que pasa.
No supe qué decirle. Solo pude abrazarla y prometerle que no estaba sola.
Con el tiempo, Mariana encontró fuerzas para denunciar a Esteban y buscar ayuda psicológica. No fue fácil; tuvo que soportar el rechazo de algunos familiares y las miradas acusadoras de los vecinos que preferían creer en el cuento del matrimonio perfecto.
Hoy Mariana vive sola en un pequeño departamento cerca del parque central. Trabaja como maestra de primaria y poco a poco ha recuperado esa luz en los ojos que tanto admiraba. A veces nos sentamos juntas en una banca y hablamos de todo lo que pasó.
—¿Crees que algún día dejará de doler? —me pregunta mientras mira al horizonte.
Yo tampoco tengo la respuesta, pero sé que juntas podemos seguir adelante.
A veces me pregunto: ¿Cuántas Marianas hay detrás de puertas cerradas? ¿Cuántas historias ignoramos por miedo o por costumbre? ¿Y si fuéramos capaces de mirar más allá de las apariencias?