El príncipe que no era de cuento: la historia de Mariana y Julián
—¿Por qué no puedes ser como tu primo Rodrigo? —La voz de mi madre retumbó en la sala, mientras mi padre bajaba la mirada, incómodo. Julián apretó los puños, pero no dijo nada. Yo estaba ahí, sentada en el borde del sofá, sintiendo cómo el aire se volvía más denso con cada palabra que salía de la boca de mi madre.
Así empezó todo. O mejor dicho, así empezó el final de la ilusión que yo tenía sobre Julián, el hombre que creí que sería mi príncipe azul. Lo conocí cuando regresó del servicio militar en Chiapas. Era alto, fuerte, con unos ojos verdes que parecían leerme el alma y una sonrisa que desarmaba a cualquiera. Yo, Mariana, siempre me sentí común a su lado: cabello lacio y castaño claro, piel morena clara, sonrisa tímida. Nunca entendí por qué me eligió a mí entre todas las muchachas del barrio.
La primera vez que lo vi fue en la fiesta patronal del pueblo. Él acababa de llegar y todas las chicas murmuraban sobre lo guapo que estaba, sobre cómo había cambiado. Yo estaba sirviendo aguas frescas con mi tía Lupita cuando Julián se acercó y me pidió una de jamaica. «¿Eres Mariana, verdad?» me preguntó con esa voz grave. Sentí que me derretía.
Empezamos a salir poco después. Al principio todo era perfecto: paseos por el malecón, risas en la plaza, promesas bajo la luna. Pero pronto noté que algo no encajaba. Julián era callado, a veces parecía ausente. Cuando le preguntaba sobre su tiempo en el ejército, cambiaba de tema o se ponía nervioso.
Mi familia estaba encantada al principio. «Por fin una hija que se va a casar bien», decía mi abuela mientras tejía en el patio. Pero la ilusión duró poco. Julián no quería trabajar en la empresa familiar de mi papá; decía que quería estudiar veterinaria y ayudar a los animales callejeros. Eso no le gustó nada a mi madre.
—¿Y cómo vas a mantener a mi hija? —le preguntó una tarde, mientras yo trataba de calmar las aguas.
—Voy a buscar trabajo en una clínica mientras estudio —respondió Julián, sin levantar la voz.
—Eso no es suficiente —insistió ella—. Aquí las cosas se hacen bien o no se hacen.
A partir de ahí todo fue cuesta abajo. Mi padre empezó a ignorarlo en las comidas familiares. Mis hermanos hacían bromas sobre su «vocación de doctor de perros». Yo trataba de defenderlo, pero cada vez me sentía más sola.
Una noche, después de una discusión especialmente dura con mi madre, Julián me llevó al parque y me confesó algo que nunca olvidaré:
—Mariana, yo no soy el hombre que tu familia quiere para ti. Ni siquiera sé si soy el hombre que tú necesitas.
—No digas eso —le respondí, con lágrimas en los ojos—. Yo te amo.
—Pero amar no siempre es suficiente —susurró él, mirando al suelo.
Empezaron los rumores en el pueblo. Que si Julián era flojo, que si tenía malas compañías, que si sólo quería aprovecharse de mí. La presión era insoportable. Mis amigas dejaron de invitarme a sus reuniones; decían que yo «me estaba echando a perder» por andar con alguien como él.
Un día encontré a mi madre llorando en la cocina.
—¿Por qué me haces esto? —me preguntó entre sollozos—. Yo sólo quiero lo mejor para ti.
—¿Y si lo mejor para mí es Julián? —le respondí, sintiendo cómo se me rompía el corazón.
La situación llegó al límite cuando Julián fue acusado injustamente de robar en una tienda del centro. Yo sabía que era mentira; esa noche él había estado conmigo viendo películas en mi casa. Pero nadie quiso escucharme. La policía lo detuvo y lo tuvieron encerrado dos días antes de soltarlo por falta de pruebas.
Después de eso, Julián cambió por completo. Se volvió más distante, dejó de buscarme tanto. Un día simplemente desapareció; nadie supo a dónde fue. Dicen que se fue al norte, buscando trabajo en Monterrey o quizá cruzó la frontera hacia Estados Unidos.
Yo me quedé sola, enfrentando las miradas y los murmullos del pueblo. Mi familia nunca volvió a mencionar su nombre. A veces pienso en él cuando paso por el parque o cuando veo un perro callejero buscando comida.
Han pasado cinco años desde entonces. Me casé con otro hombre, un buen hombre según todos: ingeniero, trabajador, respetuoso con mi familia. Pero nunca he sentido por él lo que sentí por Julián.
A veces me pregunto si hice bien en dejarme llevar por las expectativas de los demás. ¿Cuántas veces sacrificamos nuestra felicidad por cumplir con lo que otros esperan de nosotros? ¿Cuántos «príncipes» han sido rechazados sólo porque no encajan en el molde?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que su vida no es realmente suya sino un reflejo de lo que otros quieren ver?