El regalo de la vida: Un encuentro en la parada de bus que salvó a mi hija

—¡Señora, por favor! ¡Déjeme pasar! —grité entre sollozos, empujando a la multitud que se agolpaba en la parada del Metrobús en Insurgentes. Sentía que el mundo se me venía encima, que el aire me faltaba y que mis piernas ya no me sostenían. Apretaba con fuerza la pequeña mano de Camila, mi hija de siete años, que apenas podía caminar a mi lado. Su carita estaba pálida, los labios resecos y los ojos, esos ojos grandes y azules como el cielo despejado de Oaxaca, me miraban con una mezcla de miedo y cansancio.

—Mamá… ¿ya vamos a llegar? —susurró ella, casi sin voz.

No supe qué responderle. Llevábamos semanas recorriendo hospitales públicos, buscando una respuesta, una esperanza. Camila había nacido sana, hermosa, la niña más linda del hospital según las enfermeras. Pero hace dos meses, empezó a decaer: fiebre persistente, moretones inexplicables, fatiga. El diagnóstico fue como un balde de agua fría: leucemia linfoblástica aguda. Mi esposo, Julián, y yo nos miramos sin palabras. Él perdió el trabajo durante la pandemia y apenas sobrevivíamos vendiendo tamales en la esquina.

Esa tarde, después de una consulta fallida —el médico nos dijo que no había medicamentos suficientes y que regresáramos la próxima semana— sentí que todo estaba perdido. No tenía dinero para el pasaje de regreso ni para comprarle un jugo a Camila. Me senté en la banqueta, con ella en mi regazo, y lloré en silencio mientras la ciudad seguía su curso indiferente.

—¿Le puedo ayudar en algo? —escuché una voz suave a mi lado. Era una mujer morena, de cabello rizado y sonrisa cálida. Vestía sencillo pero limpio.

—No… gracias —respondí, limpiándome las lágrimas con vergüenza.

—¿Está enferma tu niña? —insistió ella, mirando a Camila con ternura.

No sé por qué, pero le conté todo. Tal vez porque necesitaba desahogarme o porque su mirada me recordaba a mi madre, que había muerto años atrás. Le hablé del diagnóstico, del miedo a perder a mi hija, de la impotencia ante un sistema de salud colapsado y la falta de dinero.

La mujer se quedó callada unos segundos. Luego sacó un papelito arrugado de su bolsa y escribió un número.

—Mire, yo trabajo como voluntaria en una fundación que ayuda a niños con cáncer. Llame aquí mañana temprano. Diga que la mandó Lucía. No le prometo nada, pero tal vez puedan ayudarla.

No tenía nada que perder. Esa noche apenas dormí. Julián llegó tarde y discutimos; él estaba cansado, frustrado por no poder hacer más. «¿De qué sirve rezar si nadie nos escucha?», gritó antes de salir a fumar al patio.

Al día siguiente llamé al número. Me atendió una joven llamada Fernanda. Me pidió los datos de Camila y me citó para el lunes siguiente en una clínica al sur de la ciudad. Conseguimos el pasaje vendiendo el último anillo de oro que tenía de mi abuela.

La clínica era pequeña pero limpia. Nos recibieron con amabilidad y Camila pudo ver a un hematólogo pediatra ese mismo día. Nos dieron medicamentos gratuitos y apoyo psicológico. Por primera vez en meses sentí esperanza.

Las semanas siguientes fueron duras: quimioterapias dolorosas, noches enteras sin dormir por el miedo a las infecciones, discusiones constantes con Julián por el dinero y el estrés. Pero también hubo momentos hermosos: Camila dibujando mariposas en las paredes del hospital; las risas compartidas con otras madres guerreras; los abrazos silenciosos cuando los análisis salían bien.

Un día, mientras esperaba el resultado de un examen crucial, vi entrar a Lucía por la puerta de la clínica. Corrí a abrazarla.

—Gracias… gracias por salvarnos —le dije entre lágrimas.

Ella sonrió y me acarició el cabello como hacía mi mamá.

—No fui yo. Fue la vida… Y tú eres más fuerte de lo que crees.

Hoy Camila está en remisión. No sé qué nos depare el futuro; aún luchamos cada día para conseguir lo necesario. Julián encontró trabajo como chofer y yo ayudo en la fundación como voluntaria. Ahora soy yo quien se acerca a otras madres desesperadas en las paradas del Metrobús.

A veces me pregunto: ¿cuántas vidas pueden cambiarse con un simple acto de bondad? ¿Cuántas madres hay allá afuera esperando un milagro? ¿Y si todos fuéramos Lucía para alguien más?