El regalo inesperado: El día que mi vida cambió para siempre

—¿Por qué estás tan serio, Ernesto? —le pregunté mientras apagaba la última vela de mi pastel de cumpleaños número sesenta. Mis nietos reían en la sala, mi hija Lucía discutía con su hermano Diego sobre el fútbol, y yo, con el corazón lleno de nostalgia, esperaba ese abrazo especial de mi esposo.

Él me miró con esos ojos oscuros que tantas veces me habían consolado y, sin decir palabra, me entregó un sobre blanco. Pensé que era una sorpresa: tal vez una escapada a Cartagena, o entradas para ver a Chavela Vargas en el teatro municipal. Pero cuando abrí el sobre, sentí que el mundo se detenía. Eran papeles de divorcio. Mi nombre, el suyo, y una fría petición: «Por favor, firma».

No supe qué decir. Mi voz se ahogó en la garganta y las lágrimas comenzaron a nublar mi vista. Ernesto se levantó, evitó mi mirada y salió al balcón. Nadie en la casa notó nada. Todo seguía igual, menos yo. Sentí que me arrancaban de raíz, como esas matas de albahaca que mi abuela cuidaba en el patio y que un día desaparecieron sin explicación.

Esa noche no dormí. Escuchaba los grillos afuera y el tic-tac del reloj de la cocina. ¿Cómo se termina un matrimonio de cuarenta años así? ¿En silencio y con un sobre? Recordé cuando llegamos juntos a Bogotá desde Pasto, con dos maletas y un sueño. Recordé las veces que compartimos café viendo llover, los domingos de mercado en Paloquemao, las peleas por tonterías y las reconciliaciones bajo las sábanas gastadas.

A la mañana siguiente, Lucía notó mis ojos hinchados.
—¿Mamá, estás bien? —me preguntó con esa mezcla de ternura y preocupación que sólo una hija puede tener.

Quise decirle la verdad, pero no pude. ¿Cómo le explicas a tus hijos adultos que su padre ya no te quiere? ¿Que la vida que construiste se desmorona justo cuando pensabas que podrías descansar?

Pasaron los días y Ernesto se fue de la casa. Me quedé sola con los recuerdos y las paredes llenas de fotos familiares. La soledad era un monstruo silencioso que me acechaba en cada rincón. Mis amigas del barrio murmuraban a mis espaldas:
—¿Viste? Ernesto dejó a Marta justo en su cumpleaños…

Me sentía avergonzada, como si hubiera fallado en algo esencial. En nuestra cultura, una mujer sola a mi edad es vista casi como una tragedia ambulante. Mi hermana Rosa vino a verme:
—Marta, tienes que ser fuerte. No eres la primera ni la última —me dijo mientras me preparaba un chocolate caliente.

Pero yo no quería ser fuerte. Quería gritarle al mundo que tenía miedo. Miedo a dormir sola, miedo a no ser suficiente, miedo a enfrentarme al espejo y no reconocerme.

Un día, mientras limpiaba el armario de Ernesto, encontré una carta vieja que me había escrito cuando cumplimos veinte años de casados:
«Marta, contigo aprendí lo que es el amor verdadero. Gracias por ser mi compañera en esta vida loca».

Lloré como nunca antes. ¿En qué momento dejamos de amarnos? ¿Fue culpa mía? ¿De él? ¿O simplemente la vida nos fue separando poco a poco?

Mis hijos finalmente supieron la verdad. Diego se enojó con su padre; Lucía lloró conmigo. Pero también me abrazaron y me dijeron:
—Mamá, no estás sola.

Empecé a salir más. Fui al parque con mis nietos, retomé mis clases de pintura en la Casa de la Cultura y hasta me animé a bailar salsa en las fiestas del barrio. Al principio sentía que todos me miraban con lástima, pero poco a poco descubrí que muchas mujeres estaban en mi situación. Nos reuníamos los viernes a tomar café y hablar de nuestras vidas rotas y nuestros sueños aún vivos.

Una tarde, mientras pintaba un atardecer bogotano, sentí algo parecido a la paz. Me di cuenta de que aún tenía mucho por vivir. Que no era sólo «la esposa de Ernesto», sino Marta: madre, abuela, amiga y mujer.

Ernesto volvió un día para recoger unas cosas. Nos miramos en silencio largo rato.
—Lo siento —me dijo bajito—. No supe cómo decírtelo antes.

No respondí. Ya no tenía fuerzas para odiarlo ni para amarlo. Sólo sentí compasión por los dos: por lo que fuimos y por lo que ya no seríamos nunca más.

Hoy cumplo sesenta y uno. No tengo pareja ni entradas para el teatro, pero tengo una vida nueva por delante. A veces todavía duele —sobre todo cuando veo parejas mayores tomadas de la mano en el parque— pero también siento esperanza.

Me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo han tenido que reinventarse después de perderlo todo? ¿Será posible volver a amar después de los sesenta? ¿O tal vez lo más importante es aprender a amarse una misma?

¿Y tú? ¿Qué harías si tu vida cambiara radicalmente justo cuando pensabas que todo estaba resuelto?