El regreso de Emiliano: entre la nostalgia y el desencuentro

—¿Por qué tardaste tanto, Emiliano? —La voz de mi madre me recibió antes que su abrazo, cargada de reproche y alivio a partes iguales.

No supe qué responderle. Habían pasado casi tres años desde la última vez que crucé la puerta de nuestra casa en San Miguel del Monte, un pueblo perdido entre los cerros de Jalisco. La universidad en Guadalajara me había tragado entero: primero la emoción, luego la rutina, después el olvido. Al principio volvía en vacaciones, pero con el tiempo las visitas se hicieron menos frecuentes. Mis amigos de la infancia se habían ido también, cada quien persiguiendo su propio destino lejos del pueblo.

Mi madre, doña Rosa, me abrazó fuerte, como si quisiera retenerme con sus brazos delgados. Sentí el olor a tortillas recién hechas y a café de olla. Me llevó directo a la cocina, donde ya tenía preparado mole con pollo y arroz, mi platillo favorito desde niño. Comí en silencio mientras ella me miraba, esperando que le contara todo lo que había vivido en la ciudad. Pero las palabras se me atoraban en la garganta.

—¿Y cómo te va allá? ¿Ya tienes novia? —insistió ella, sirviéndome más mole aunque yo ya estaba lleno.

—Bien, má… Todo bien —mentí. No tenía novia ni amigos cercanos; apenas sobrevivía entre exámenes y trabajos mal pagados. Pero no quería preocuparla.

Mi padre, don Ernesto, llegó tarde esa noche. Apenas me saludó con un apretón de manos y una mirada dura. Siempre fue así: seco, distante. Nunca entendió por qué quise estudiar Letras en vez de ayudarlo en el taller mecánico. «Eso no da para comer», repetía cada vez que podía.

Esa primera noche dormí en mi cuarto de siempre, pero todo me resultaba ajeno: los pósters descoloridos, los libros polvorientos, el olor a humedad. Afuera, el pueblo dormía bajo un cielo estrellado que ya no reconocía como mío.

Los días siguientes fueron una mezcla de nostalgia y aburrimiento. Mi madre se desvivía cocinando todo lo que recordaba que me gustaba: enchiladas verdes, tamales de elote, atole espeso. Yo comía por compromiso y salía a caminar por las calles empedradas del pueblo. Todo seguía igual: la plaza con su kiosco, la iglesia donde hice la primera comunión, la tienda de don Pancho donde compraba dulces de niño. Pero yo ya no era el mismo.

Intenté buscar a mis viejos amigos: Toño se había ido a Monterrey a trabajar en una fábrica; Lupita estaba casada y vivía en Querétaro; sólo encontré a Chuy, quien nunca salió del pueblo y ahora vendía celulares piratas en un local diminuto.

—¿Y tú qué haces aquí? —me preguntó Chuy con una sonrisa burlona—. Pensé que ya eras muy fresa para nosotros.

Me reí sin ganas. Hablamos un rato sobre los viejos tiempos, pero pronto me di cuenta de que ya no teníamos nada en común. Me despedí sintiendo un vacío aún mayor.

En casa las cosas tampoco eran fáciles. Mi padre apenas me dirigía la palabra; cuando lo hacía era para preguntarme si ya había encontrado «un trabajo de verdad». Mi madre intentaba mediar entre nosotros, pero terminaba llorando en silencio mientras lavaba los trastes.

Una tarde escuché una discusión fuerte en la cocina:

—¡Déjalo en paz, Ernesto! —gritó mi madre—. Él está haciendo lo que le gusta.

—¿Y eso de qué sirve? Aquí no hay futuro para soñadores —respondió mi padre con voz dura.

Me encerré en mi cuarto sintiéndome culpable por no ser el hijo que ellos esperaban. Pensé en quedarme sólo unos días más y regresar a Guadalajara cuanto antes.

Pero esa noche, mientras cenábamos en silencio, mi madre rompió a llorar frente a nosotros.

—No quiero que se vayan todos… —dijo entre sollozos—. La casa se siente tan vacía…

Mi padre bajó la mirada y yo sentí un nudo en la garganta. Por primera vez entendí su miedo: el miedo al abandono, a quedarse solos en un pueblo que se vaciaba poco a poco mientras los jóvenes buscaban futuro lejos de ahí.

Esa noche salí al patio y miré las estrellas. Recordé cuando era niño y soñaba con viajar por el mundo; ahora sólo quería sentirme parte de algo otra vez.

Al día siguiente ayudé a mi padre en el taller. No hablamos mucho, pero compartimos el silencio y el olor a grasa y gasolina. Por la tarde acompañé a mi madre al mercado; la vi regatear con los vendedores y reírse con sus amigas. Sentí ternura y tristeza al mismo tiempo.

El último día antes de regresar a Guadalajara, mi padre me llamó aparte:

—No te juzgo, Emiliano… Sólo quiero que seas feliz —me dijo sin mirarme a los ojos.

Me abrazó torpemente y sentí que algo se rompía dentro de mí: el orgullo, el rencor, la distancia.

Esa noche cenamos juntos como hacía años no lo hacíamos. Hablamos poco, pero nos miramos distinto: con menos reproches y más cariño.

Al despedirme, mi madre me llenó de bendiciones y comida para el camino. Mi padre sólo me dijo:

—Aquí tienes tu casa… siempre.

Subí al autobús con el corazón hecho un nudo. Miré por la ventana cómo el pueblo se alejaba entre la neblina matutina y supe que nunca dejaría de ser parte de mí, aunque ya no fuera mi hogar.

Ahora me pregunto: ¿cuántos jóvenes como yo sienten que no pertenecen ni aquí ni allá? ¿Será posible reconciliar nuestros sueños con las raíces que nos atan al pasado?