El regreso de mi padre: cuando el dinero pesa más que la sangre

—¿Así que ahora sí te acuerdas de que tienes hija? —escupí las palabras, con la voz temblorosa, mientras miraba a ese hombre parado en la puerta de mi pequeño departamento en el centro de Puebla. No lo veía desde que tenía ocho años, cuando se fue sin despedirse, dejándome con mi abuela y un vacío que nunca logré llenar. Ahora, después de quince años, volvía a aparecer. No traía flores, ni disculpas. Solo una carpeta bajo el brazo y una mirada fría.

—No digas tonterías, Mariana —respondió él, cruzando los brazos—. Soy tu padre y tengo derecho a saber qué vas a hacer con el dinero de tu abuela.

Sentí que el piso se me movía. La abuela Rosa había muerto hacía apenas dos semanas. Todavía olía a su perfume en mi ropa, todavía lloraba en las noches por no escuchar su voz en la cocina. Y ahora esto: mi padre, Ignacio, reclamando una parte del único consuelo que me quedaba.

—¿Derecho? —repetí, casi riendo—. ¿Dónde estabas cuando me enfermé de dengue y la abuela tuvo que empeñar su anillo para pagar el hospital? ¿Dónde estabas cuando cumplí quince y lloré porque no tenía ni un vestido bonito? ¿Dónde estabas cuando ella murió y tuve que enterrarla sola?

Ignacio bajó la mirada un segundo, pero enseguida se recompuso. —Las cosas no fueron fáciles para mí tampoco. Pero ahora tenemos una oportunidad. Ese dinero puede ayudarnos a los dos.

Me senté en la mesa, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro. La herencia no era mucho: un terreno en las afueras de Cholula y la casa donde crecí con la abuela. Pero para mí era todo lo que tenía. Y ahora él venía a exigir su parte, como si los años de abandono no contaran.

—¿Sabes qué es lo peor? —le dije, mirándolo directo a los ojos—. Que ni siquiera preguntaste cómo estoy. Solo viniste por el dinero.

Ignacio suspiró y se sentó frente a mí. —Mira, Mariana. Yo sé que no fui el mejor padre. Pero la vida me dio duro. Perdí el trabajo en Veracruz, me metí en problemas… No tenía cómo volver. Pero ahora podemos empezar de nuevo.

—¿Empezar de nuevo? —me reí amargamente—. ¿Con qué cara me pides eso? ¿Crees que el dinero puede borrar todo?

El silencio se hizo pesado entre nosotros. Afuera, los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas y el olor a tacos al pastor llegaba desde la esquina. Era un día cualquiera para todos, menos para mí.

Recordé las noches en que la abuela me contaba historias de cuando mi papá era niño, cómo corría por los campos y soñaba con ser ingeniero. Recordé también las veces que pregunté por él y ella solo suspiraba, diciendo: “Algún día entenderás”.

—Mira, hija —dijo Ignacio al fin—. Si no quieres darme nada, está bien. Pero piensa bien lo que haces. Yo también soy hijo de Rosa y tengo derechos legales.

Sentí un nudo en la garganta. Sabía que podía pelearme en tribunales, pero no tenía dinero ni fuerzas para eso. Además, ¿qué ganaba? ¿Perder lo poco que me quedaba de dignidad?

—¿Por qué ahora? —pregunté en voz baja—. ¿Por qué no viniste antes?

Ignacio se encogió de hombros. —A veces uno se pierde en la vida…

No pude evitar llorar. No por él, sino por mí misma, por esa niña que todavía esperaba que su papá volviera algún día a buscarla por amor y no por interés.

Esa noche no dormí. Di vueltas en la cama pensando en lo injusto que era todo. Pensé en vender el terreno y repartir el dinero solo para quitármelo de encima, pero algo dentro de mí se rebelaba. No era justo.

Al día siguiente fui a ver a mi tía Lucía, hermana menor de mi papá. Ella siempre fue como una segunda madre para mí.

—¿Te vino a buscar? —preguntó apenas abrí la boca.

Asentí, sintiendo las lágrimas otra vez.

—Ese hombre no tiene vergüenza —dijo Lucía, abrazándome fuerte—. Pero tú eres fuerte, Marianita. No le des lo que no merece.

—¿Y si me demanda? ¿Y si pierdo todo?

Lucía me miró con ternura y rabia al mismo tiempo.—La ley puede decir muchas cosas, pero tú sabes quién estuvo aquí y quién no. Si tienes que pelearlo, yo te ayudo.

Pasaron los días y mi padre seguía insistiendo: mensajes fríos, llamadas perdidas, hasta una visita al trabajo donde me hizo pasar una vergüenza terrible delante de mis compañeros.

—¿Por qué no le das lo que pide? —me preguntó un colega—. Al final es tu papá.

Pero nadie entendía lo que era crecer sintiéndose invisible para quien más debía cuidarte.

Una tarde recibí una carta del juzgado: Ignacio había iniciado un proceso legal para reclamar su parte del terreno y la casa. Sentí que el mundo se me venía encima.

Fui a ver al abogado del barrio, don Ernesto, quien conocía a mi abuela desde hacía años.

—Mira, Mariana —me dijo mientras revisaba los papeles—. Legalmente él puede reclamar una parte como hijo de Rosa… pero hay formas de pelearlo si demuestras abandono o desinterés durante todos estos años.

Me armé de valor y busqué pruebas: cartas viejas donde mi abuela le suplicaba ayuda sin respuesta, testigos del barrio que sabían que nunca apareció ni para los cumpleaños ni para las enfermedades.

El proceso fue largo y doloroso. Cada audiencia era como abrir una herida vieja frente a extraños: contar cómo lloraba en Navidad esperando una llamada que nunca llegó; mostrar fotos donde siempre faltaba alguien; escuchar a mi padre decir que “hizo lo que pudo” cuando yo sabía que ni siquiera lo intentó.

Al final, el juez decidió repartir el terreno pero dejarme la casa donde viví con mi abuela. No era justo del todo, pero al menos conservaba algo de mi pasado.

Cuando salimos del juzgado, Ignacio intentó acercarse:

—Mariana…

Lo miré con todo el dolor y la rabia acumulados durante años.

—No quiero nada tuyo —le dije—. Ni tu dinero ni tus disculpas tardías.

Él bajó la cabeza y se fue sin mirar atrás.

Hoy sigo viviendo en esa casa vieja llena de recuerdos y cicatrices. A veces pienso en todo lo que perdí… pero también en lo que gané: la certeza de que valgo más que cualquier herencia y que la familia se construye con amor, no con sangre ni papeles.

¿Hasta dónde llega el derecho de un padre ausente? ¿El dinero puede reparar los años perdidos o solo abre heridas más profundas? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?