El remedio para la tristeza: La historia de Ludmila y Joaquín
—¿Y ahora qué vamos a hacer, Joaquín? —le pregunté con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba el ventanal del pequeño cuarto del departamento que compartíamos cerca de la UNAM.
Él me miró, pálido, como si acabara de ver un fantasma. Yo sentía el corazón en la garganta. Tenía veintidós años, estaba a punto de terminar mi carrera de Psicología y, de repente, el mundo se me venía encima con una prueba positiva de embarazo en la mano.
—No lo sé, Ludmi… No lo sé —susurró, y por primera vez vi miedo en sus ojos. Ese miedo me atravesó como un rayo. Siempre habíamos hablado de tener hijos, pero en el futuro, cuando tuviéramos trabajo, casa propia… no ahora, no así.
La noticia cayó como una bomba en nuestras familias. Mi mamá, doña Teresa, apenas podía mirarme sin llorar. Mi papá, don Ernesto, se encerró en su taller y no salió en dos días. La mamá de Joaquín, doña Carmen, fue más dura:
—¿Y ahora cómo piensan mantener a un niño? ¿Con becas y trabajos de medio tiempo?
No tenía respuesta. Joaquín trabajaba en una cafetería cerca del campus y yo daba clases particulares a niños del barrio. Apenas nos alcanzaba para la renta y los frijoles. Pero lo que más dolía era la decepción en los ojos de mis padres. Siempre fui la hija responsable, la que sacaba buenas notas y nunca daba problemas.
Las semanas pasaron entre silencios incómodos y discusiones. Una noche, después de una pelea especialmente fuerte con mi mamá, salí corriendo al parque. Me senté bajo un árbol y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Sentí que el mundo me aplastaba.
Joaquín llegó poco después. Se sentó a mi lado y me abrazó.
—Vamos a salir adelante, Ludmi. No sé cómo, pero lo haremos. Te lo prometo.
Quise creerle. Pero el miedo seguía ahí, como una sombra pegada a mi espalda.
La universidad tampoco ayudaba. Mis amigas me miraban con lástima o con juicio. Una de ellas, Valeria, me dijo:
—¿Y vas a dejar la carrera? ¿Por un bebé?
—No lo sé —le respondí—. No quiero dejar nada… pero tampoco quiero perderlo todo.
Los meses avanzaron y mi barriga crecía junto con mis dudas. Joaquín empezó a trabajar turnos dobles; yo seguía estudiando como podía. A veces sentía que el cansancio me iba a matar. Una tarde me desmayé en clase y terminé en el hospital.
El doctor fue claro:
—Tienes que descansar más o podrías perder al bebé.
Pero ¿cómo descansar cuando todo depende de ti? Cuando tu familia te mira como si hubieras arruinado su vida y tu novio apenas puede con el peso del mundo sobre sus hombros.
Una noche, mientras cenábamos sopa instantánea en silencio, Joaquín rompió a llorar.
—No puedo más, Ludmi… Siento que te estoy fallando. Que le estoy fallando a nuestro hijo.
Me acerqué y lo abracé fuerte. Por primera vez entendí que no era solo mi miedo; era nuestro miedo.
Las cosas empeoraron cuando mi papá perdió su trabajo en la fábrica. De pronto, todos dependíamos del sueldo mínimo de mi mamá y lo poco que podíamos aportar Joaquín y yo. La tensión en casa era insoportable.
Un día, mi mamá explotó:
—¡Esto no es vida! ¡No puedo con otra boca que alimentar!
Me fui de casa esa misma noche. Joaquín me recibió en su cuarto diminuto con los brazos abiertos y lágrimas en los ojos.
—Aquí siempre tendrás un lugar —me dijo—. Aunque sea pequeño y pobre… es nuestro.
Vivimos meses así: sobreviviendo con lo mínimo, compartiendo sueños rotos y esperanzas diminutas. El embarazo avanzaba y cada patadita del bebé era un recordatorio de que algo hermoso podía nacer del caos.
Pero el destino tenía otros planes. A los siete meses empecé con dolores fuertes. Corrimos al hospital público más cercano; las enfermeras iban y venían sin mirarnos mucho. Después de horas de espera y gritos ahogados por el dolor, nació nuestra hija: Mariana. Pequeñita, frágil… demasiado pronto.
La incubadora se convirtió en su cuna durante semanas interminables. Cada día era una batalla entre la esperanza y el miedo. Joaquín dormía en las sillas del hospital; yo apenas comía.
Una tarde, el doctor nos llamó aparte:
—Hicimos todo lo posible… pero Mariana no resistió.
Sentí que el mundo se partía en dos bajo mis pies. Grité, lloré, golpeé las paredes del baño hasta sangrarme las manos. Joaquín se arrodilló junto a mí y lloramos juntos como niños perdidos.
El regreso a casa fue un infierno silencioso. Nadie sabía qué decirnos; algunos ni siquiera nos miraban a los ojos. Mi mamá intentó abrazarme pero yo solo quería desaparecer.
Pasaron los meses y la tristeza se volvió parte de mí. Joaquín y yo nos distanciamos; cada uno encerrado en su propio dolor. Un día él me dijo:
—No sé si podamos seguir juntos así…
No respondí. Solo lloré mientras él cerraba la puerta detrás de sí.
Me tomó mucho tiempo levantarme del suelo. Volví a clases poco a poco; retomé mis trabajos; aprendí a vivir con el vacío donde antes latía una esperanza.
Hoy escribo esto desde un café donde doy terapia a jóvenes que pasan por situaciones parecidas a la mía. A veces pienso en Mariana; otras veces pienso en Joaquín y me pregunto si algún día podremos sanar del todo.
¿Será que hay un remedio para la tristeza? ¿O solo aprendemos a vivir con ella hasta que deja de doler tanto?