El remedio para la tristeza: La historia de Ludmila y Joaquín

—¿Y ahora qué vamos a hacer, Joaquín? —le pregunté con la voz temblorosa, apretando el test de embarazo entre mis manos sudorosas. El baño del viejo departamento en la colonia Narvarte parecía más pequeño que nunca. Afuera, el bullicio de la Ciudad de México seguía su curso, indiferente a mi mundo que se derrumbaba.

Joaquín me miró, pálido, como si acabara de recibir un golpe en el estómago. Se pasó la mano por el cabello y suspiró. —No sé, Ludmila… No sé. Pero no te voy a dejar sola. Eso nunca.

Nos conocimos en la UNAM, en la fila para inscribirnos a Introducción a la Psicología. Desde entonces, fuimos inseparables. Compartíamos el sueño de terminar la carrera, conseguir buenos trabajos y, algún día, formar una familia. Pero ese «algún día» llegó antes de lo planeado, y no como lo imaginábamos.

Esa noche no dormí. Pensaba en mi mamá, en cómo me miraría cuando le dijera que su hija ejemplar estaba embarazada antes de graduarse. Pensaba en mi papá, tan estricto, tan orgulloso de mí. Y pensaba en Joaquín, en si realmente estaría dispuesto a cargar conmigo este peso.

A la mañana siguiente, con los ojos hinchados y el corazón encogido, fui a casa de mis padres en Iztapalapa. Mi mamá estaba preparando café cuando entré.

—¿Qué te pasa, hija? —me preguntó al verme tan descompuesta.

Me senté a su lado y rompí en llanto. —Mamá… estoy embarazada.

El silencio fue absoluto. Solo se escuchaba el burbujeo de la cafetera. Mi mamá se quedó quieta, con la cuchara en el aire. Luego me abrazó fuerte, como cuando era niña y tenía miedo a las tormentas.

—Vamos a salir adelante —me susurró al oído—. No eres la primera ni la última. Pero tienes que decírselo a tu papá.

Mi papá llegó esa noche. Cuando le conté, se puso rojo de furia.

—¿Y ahora qué? ¿Vas a dejar la universidad? ¿Eso es lo que quieres?

—No, papá —le respondí entre lágrimas—. Quiero terminar. Pero también quiero tener a mi hijo.

Él salió dando un portazo. Mi mamá me miró con tristeza y resignación.

Los días siguientes fueron un infierno. Joaquín y yo discutíamos todo el tiempo: sobre dinero, sobre dónde viviríamos, sobre si él debía buscar trabajo o seguir estudiando. Él venía de una familia humilde de Oaxaca; sus papás apenas podían ayudarle con algo para la renta del cuarto que compartía con otros tres chicos.

Una tarde, después de una pelea especialmente dura, Joaquín me abrazó y lloró como nunca lo había visto.

—Tengo miedo, Ludmi —me confesó—. Miedo de no poder darte lo que mereces. Miedo de fallarle a nuestro hijo.

Lo abracé fuerte. —No necesitamos lujos. Solo necesitamos estar juntos.

Pero las cosas no eran tan simples. En la universidad empezaron los rumores: que si me había «dejado», que si era una irresponsable. Algunos profesores me miraban con lástima; otros, con desaprobación. Mis amigas se alejaron poco a poco; solo Mariana se quedó a mi lado.

El embarazo avanzaba y cada vez era más difícil ir a clases y trabajar medio tiempo en una cafetería para ahorrar algo de dinero. Joaquín consiguió un empleo nocturno en un OXXO; dormía apenas unas horas al día y llegaba agotado a clases.

Una noche, mientras cenábamos sopa instantánea en el departamento diminuto que habíamos rentado juntos, Joaquín me tomó la mano.

—¿Crees que algún día todo esto valdrá la pena?

Lo miré a los ojos y vi el mismo miedo y esperanza que sentía yo.

—Tiene que valer la pena —le respondí—. Si no, ¿para qué estamos luchando?

El parto fue complicado; nuestro hijo nació prematuro y estuvo dos semanas en incubadora. Fueron los días más largos de mi vida. Recuerdo las noches sentada junto a la ventana del hospital, viendo las luces lejanas del Zócalo y preguntándome si algún día podríamos ser felices de verdad.

Mi papá vino al hospital solo una vez. Se quedó parado en la puerta, mirando al bebé tras el vidrio.

—Es mi nieto —dijo finalmente—. No puedo cambiar lo que pasó, pero tampoco puedo darle la espalda.

Lloré como nunca antes; sentí que una parte de mi corazón volvía a su lugar.

Con el tiempo, las cosas mejoraron un poco. Terminé la carrera gracias al apoyo de Mariana y algunos profesores comprensivos. Joaquín dejó el OXXO y consiguió trabajo como asistente en una clínica psicológica. Vivíamos al día, pero juntos.

A veces pienso en todo lo que perdimos: fiestas universitarias, viajes, noches sin preocupaciones. Pero también pienso en lo que ganamos: un hijo hermoso, una familia imperfecta pero real, una fuerza interior que nunca imaginé tener.

Hoy miro a mi hijo correr por el parque y me pregunto si algún día entenderá todo lo que sacrificamos por él. A veces siento tristeza por los sueños truncados; otras veces siento orgullo por haber resistido cuando todo parecía perdido.

¿Vale la pena luchar por el amor y la familia aunque duela? ¿Cuántas mujeres viven esto en silencio cada día? ¿Qué harías tú si tu vida cambiara de rumbo sin avisar?