El rincón misterioso del regreso
—¿Por qué sigues aquí, Mariana? —me preguntó mi hermana Lucía, con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba los cristales sucios del departamento de mamá. No supe qué responderle. Afuera, el bullicio del Centro Histórico de Ciudad de México seguía su curso, indiferente a nuestro duelo y a la distancia que se había instalado entre nosotras desde hacía años.
La muerte de mamá nos había reunido después de tanto tiempo, pero en vez de acercarnos, parecía que cada palabra era una piedra más en el muro que nos separaba. Yo no podía dejar de pensar en todo lo que habíamos perdido: la infancia compartida, las risas en la cocina, los domingos de mercado en La Merced. Ahora sólo quedaba el eco de los reproches y el olor a humedad en las paredes.
Esa tarde, salí a caminar sin rumbo. El cielo estaba gris y el aire olía a tortillas recién hechas y gasolina. Me metí por una callejuela que nunca había notado antes, entre puestos de libros viejos y tiendas de santos. Fue entonces cuando lo vi: un letrero oxidado colgando sobre una puerta azul descascarada. Decía: “RINCÓN MISTERIOSO DEL REGRESO. Recibimos lo perdido. Condiciones: individuales”.
Me detuve, intrigada. ¿Qué clase de broma era esa? ¿Un local de antigüedades? ¿Un taller de reparación? Empujé la puerta y entré. El interior estaba iluminado por una luz cálida y polvorienta. Detrás del mostrador, una mujer mayor, con trenzas canosas y ojos tan oscuros como el café de olla, me observó en silencio.
—¿Buscas algo? —preguntó, como si supiera exactamente por qué estaba ahí.
—No estoy segura —respondí—. Vi el letrero…
La mujer asintió y me hizo una seña para acercarme.
—Aquí la gente viene a buscar lo que ha perdido —dijo—. Pero no siempre se trata de cosas materiales.
Sentí un escalofrío. Pensé en mamá, en Lucía, en todo lo que se había roto entre nosotras.
—¿Y si lo que perdí no puede recuperarse? —pregunté con voz temblorosa.
La mujer sonrió con tristeza.
—Eso lo decides tú. Pero primero tienes que estar dispuesta a mirar atrás sin miedo.
Me ofreció una taza de té y me senté frente a ella. El local estaba lleno de objetos extraños: relojes sin manecillas, cartas amarillentas, fotografías borrosas, muñecas sin ojos. Cada cosa parecía tener una historia propia.
—¿Qué perdiste tú? —me preguntó la mujer.
Cerré los ojos y vi la última discusión con Lucía, los gritos, las puertas azotadas. Vi a mamá sentada en su sillón, mirando por la ventana como si esperara algo o a alguien que nunca llegaba.
—Perdí a mi familia —susurré—. Perdí la confianza… el cariño…
La mujer asintió y sacó una caja pequeña de madera. La abrió y dentro había dos llaves antiguas.
—Cada llave abre una puerta diferente —explicó—. Una te lleva al pasado; la otra, al futuro. Pero sólo puedes elegir una.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Qué haría si pudiera volver atrás? ¿Cambiaría algo realmente?
—¿Y si no quiero elegir? —pregunté.
—Entonces seguirás aquí, atrapada entre lo que fue y lo que podría ser —dijo ella suavemente.
Salí del local con las llaves en el bolsillo y el corazón hecho un lío. Caminé hasta el departamento y encontré a Lucía sentada en el suelo, rodeada de cajas con las cosas de mamá.
—¿Dónde estabas? —me preguntó sin mirarme.
—Fui a dar una vuelta… encontré un lugar raro —le dije, intentando sonar casual.
Ella suspiró y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.
—No sé cómo vamos a hacer esto —admitió—. Todo me recuerda a ella… y a ti… cuando todavía éramos hermanas de verdad.
Me senté a su lado y saqué las llaves.
—¿Te acuerdas cuando mamá nos daba llaves para jugar a las escondidas? —le pregunté.
Lucía sonrió apenas.
—Siempre perdíamos alguna…
Nos quedamos en silencio un rato largo. Afuera, la lluvia había parado y los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas como si nada hubiera pasado.
—¿Crees que podamos recuperar algo de lo que perdimos? —le pregunté finalmente.
Lucía me miró por primera vez en días. Sus ojos estaban rojos pero había una chispa de esperanza en ellos.
—No sé… pero podríamos intentarlo —dijo—. Por mamá… por nosotras.
Esa noche soñé con el rincón misterioso. La mujer del local me entregaba una carta escrita con la letra temblorosa de mamá: “El amor no se pierde; sólo se esconde cuando tenemos miedo”.
Desperté llorando, pero por primera vez en mucho tiempo sentí que algo dentro de mí se había movido. Me levanté temprano y preparé café para Lucía. Nos sentamos juntas a revisar las fotos viejas, a recordar historias, a reírnos entre lágrimas.
Con el paso de los días, fuimos vaciando el departamento y llenando poco a poco ese espacio entre nosotras que parecía irrecuperable. No fue fácil; hubo discusiones, silencios incómodos, recuerdos dolorosos. Pero también hubo abrazos sinceros y promesas nuevas.
Un mes después, pasé por la callejuela buscando el rincón misterioso para agradecerle a la mujer… pero ya no estaba. En su lugar sólo quedaba la puerta azul cerrada con candado y el eco lejano de su voz: “Lo perdido puede encontrarse si tienes el valor de buscarlo”.
A veces me pregunto si todo fue real o sólo una manera extraña que tuvo mi corazón para sanar. Pero cada vez que veo a Lucía sonreír o cuando huelo el café recién hecho en las mañanas, sé que algo sí recuperamos: la posibilidad de empezar de nuevo.
¿Y tú? ¿Qué estarías dispuesto a hacer para recuperar lo perdido? ¿Te atreverías a mirar atrás sin miedo?