El Secreto de la Abuela Lucía: Entre el Amor y la Culpa
—¡Lucía, ven rápido!— gritó mi hija Mariana desde el cuarto de los niños. Corrí, con el corazón en la garganta, temiendo lo peor. Al entrar, vi a Abril, mi nieta mayor, con la rodilla raspada y lágrimas en los ojos. Me arrodillé junto a ella, le limpié la herida y la abracé fuerte, sintiendo ese amor inmenso que solo ella parecía despertar en mí.
Pero entonces, Emiliano, su hermano de dos años, se acercó balbuceando mi nombre. Me miró con esos ojos grandes y oscuros, esperando que lo abrazara también. Sentí una punzada de culpa porque, aunque lo quiero, no logro sentir por él lo mismo que por Abril. ¿Por qué? ¿Qué clase de abuela soy?
Mi esposo, Don Ernesto, siempre dice que los niños sienten todo. «No hagas diferencias, Lucía,» me repite cada vez que ve cómo me deshago en atenciones con Abril y apenas le sonrío a Emiliano. Pero es que Abril fue mi primer nieta, la que llegó cuando yo más necesitaba esperanza. Cuando nació, Mariana estaba sola; su esposo había tenido que irse a trabajar a Monterrey y yo fui quien la acompañó en el parto. Sostuve a Abril antes que nadie y sentí que era mía también.
Con Emiliano todo fue distinto. Mariana ya estaba más estable, su esposo había vuelto y yo solo fui una visita más en el hospital. No sentí esa chispa. Y aunque me esfuerzo por quererlo igual, hay algo que me lo impide. ¿Será porque me recuerda a su padre? Siempre he sentido que ese hombre no valora a mi hija como merece.
La casa donde vivimos Ernesto y yo fue comprada con ayuda de ambas familias. Eso siempre ha sido motivo de discusiones veladas entre Mariana y su suegra, Doña Carmen. «Que si pusimos más nosotros», «que si la casa es más de un lado que del otro»… Yo trato de mantenerme al margen, pero sé que esas tensiones afectan a los niños.
Una tarde de domingo, mientras preparaba tamales para la comida familiar, escuché a Abril decirle a Emiliano: «La abuela me quiere más porque soy su favorita». Sentí un escalofrío. ¿Tan evidente era? ¿Estaba repitiendo yo los errores de mi propia madre, que siempre prefirió a mi hermana mayor?
Esa noche no pude dormir. Recordé mi infancia en Veracruz, cómo lloraba en silencio cuando mi mamá le tejía suéteres solo a mi hermana y a mí me daba los viejos. Juré que nunca haría lo mismo con mis nietos. Pero aquí estoy, atrapada en el mismo ciclo.
Al día siguiente, Mariana me llamó aparte. «Mamá, necesito hablar contigo.» Su voz temblaba. «Emiliano ha estado muy callado últimamente. Dice que tú no lo quieres como a Abril.» Sentí un nudo en la garganta. «Eso no es cierto,» respondí rápido, pero ella me miró con esos ojos tristes que heredó de mí.
«Mamá, yo sé que Abril fue especial para ti… pero Emiliano también necesita tu amor.» Se me llenaron los ojos de lágrimas. «No sé qué me pasa,» confesé entre sollozos. «Lo intento, de verdad… pero siento que no puedo quererlo igual.» Mariana me abrazó fuerte y lloramos juntas.
Esa noche hablé con Ernesto. «¿Y si busco ayuda? Quizá un psicólogo…» Él me tomó la mano. «Lucía, todos tenemos heridas viejas. Pero aún puedes sanar y darles a tus nietos lo mejor de ti.» Sus palabras me dieron valor.
Empecé a observar más a Emiliano: cómo se reía cuando veía caricaturas, cómo bailaba torpemente al ritmo de la cumbia que ponía en la radio. Un día le llevé un carrito de madera que yo misma pinté. Sus ojos se iluminaron y corrió a abrazarme. Sentí una calidez nueva en el pecho.
Poco a poco fui construyendo momentos solo para él: lo llevé al parque, le enseñé a hacer tortillas conmigo, le conté historias de cuando era niña en Veracruz. Descubrí que Emiliano tenía una ternura silenciosa, distinta a la energía arrolladora de Abril.
Pero el camino no fue fácil. Doña Carmen empezó a notar mi cambio y un día me dijo: «Ya era hora que le dieras su lugar al niño.» Sus palabras me dolieron pero también me hicieron ver cuánto daño puede causar una preferencia mal manejada.
En una reunión familiar, mientras todos reían y comían pozole, vi a mis dos nietos jugando juntos. Abril se cayó y Emiliano corrió a ayudarla. Me acerqué y los abracé a los dos al mismo tiempo. Por primera vez sentí que mi corazón podía amar sin medida ni comparación.
Ahora entiendo que el amor no es una competencia ni una balanza perfecta. A veces hay heridas viejas que nos ciegan y nos hacen repetir patrones sin quererlo. Pero también creo que siempre hay oportunidad para cambiar.
¿Ustedes han sentido alguna vez esa culpa por preferir a alguien en la familia? ¿Cómo han sanado sus propias heridas para poder amar mejor?