El Secreto de la Abuela Rosa
—¿Dónde estabas, Julián? —le pregunté con la voz temblorosa, apenas abriendo los ojos. El sol ya inundaba la habitación, y mi nieta Camila seguía profundamente dormida, abrazada a su osito de peluche. Julián estaba de pie junto a la ventana, con la camisa arrugada y los ojos rojos, como si hubiera llorado toda la noche.
—Mamá, no te preocupes. Salí a caminar, necesitaba pensar —respondió, evitando mirarme a los ojos.
No le creí. En este barrio de Ciudad de México, una madre siempre sabe cuándo su hijo miente. El silencio se hizo pesado entre nosotros, solo interrumpido por el canto lejano de un vendedor ambulante que ofrecía tamales en la esquina.
Me levanté despacio, sintiendo el peso de los años en mis rodillas. Fui a la cocina y puse a calentar café. Julián me siguió, arrastrando los pies.
—¿Y si vamos a desayunar afuera? —sugirió de repente, forzando una sonrisa—. Hace mucho calor, podríamos comprarle un helado a Camila.
—No me cambies el tema, hijo. Anoche no dormí esperando que volvieras. ¿Qué está pasando?
Julián se sentó frente a mí y bajó la cabeza. Por un momento, pensé que iba a llorar otra vez. Yo también tenía ganas de llorar, pero me contuve. Las madres mexicanas no lloramos delante de nuestros hijos; guardamos las lágrimas para cuando estamos solas.
—Mamá… —susurró—. Perdí el trabajo.
Sentí que el mundo se me venía encima. Ya era difícil sobrevivir con lo poco que ganaba vendiendo dulces en la puerta del colegio. Ahora, sin el sueldo de Julián, ¿cómo íbamos a pagar la renta? ¿Cómo iba a comprarle los medicamentos a Camila?
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —le reclamé—. ¿Por qué te fuiste toda la noche?
—Tenía miedo… No quería decepcionarte. No quería que Camila me viera así.
En ese momento, Camila se despertó y entró corriendo a la cocina.
—¡Papá! —gritó, abrazándolo con fuerza—. ¿Me trajiste algo?
Julián la alzó en brazos y le besó la frente.
—Hoy vamos a salir los tres juntos —le prometió—. Te voy a comprar el helado más grande del mundo.
La niña sonrió y yo sentí una punzada en el pecho. No podía permitir que mi nieta sufriera por nuestros problemas. Tenía que ser fuerte por ella.
Salimos a la calle bajo el sol ardiente del mediodía. Caminamos hasta el parque donde los niños jugaban entre risas y gritos. Julián compró tres helados de vainilla con chispas de chocolate y nos sentamos en una banca bajo un árbol.
Mientras Camila se ensuciaba la cara con el helado, Julián me miró con ojos suplicantes.
—Mamá… Hay algo más que debo decirte.
Sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
—¿Qué es ahora?
Julián tragó saliva y bajó la voz.
—Me ofrecieron un trabajo… pero no es legal. Es solo por un tiempo, hasta que consiga algo mejor. Es en Tepito…
El nombre del barrio me heló la sangre. Todos sabíamos lo peligroso que era meterse ahí. Drogas, armas, gente desaparecida…
—¡Ni lo pienses! —le grité más fuerte de lo que quería—. ¡Prefiero morirme de hambre antes que verte metido en eso!
Camila nos miró asustada y se abrazó a mi pierna.
—No peleen —susurró—. No quiero que se vayan.
Me arrodillé para abrazarla y sentí cómo las lágrimas finalmente escapaban de mis ojos.
—Perdón, mi amor… No vamos a irnos —le prometí—. Siempre vamos a estar juntas.
Julián también lloraba en silencio. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que mi hijo era otra vez ese niño asustado que venía corriendo a mis brazos cuando tenía pesadillas.
Regresamos a casa en silencio. Esa noche, mientras Camila dormía entre nosotros, Julián y yo hablamos largo y tendido sobre el futuro. Le conté cómo yo también había sentido miedo cuando su padre nos abandonó y tuve que criar sola a tres hijos en un país donde ser madre soltera es casi una condena.
Le hablé de las veces que tuve que elegir entre pagar la luz o comprar comida; de las noches en que rezaba para que nadie entrara a robar mientras dormíamos; de las veces que vendí mis anillos para comprarle zapatos nuevos para la escuela.
Julián escuchaba en silencio, apretando mi mano con fuerza.
—No quiero que Camila pase por lo mismo —me dijo al final—. Pero tampoco quiero perderme yo mismo en el intento.
Esa noche tomamos una decisión: juntos íbamos a buscar otra salida. Al día siguiente, fuimos al mercado y preguntamos por trabajo. Yo ofrecí mis dulces caseros; Julián ayudó a cargar cajas y limpiar puestos. No era mucho, pero era honesto.
Los días pasaron lentos pero llenos de esperanza renovada. Camila empezó a ayudarme con los dulces; su risa llenaba la casa y nos recordaba por qué valía la pena luchar cada día.
Una tarde, mientras preparábamos tamales para venderlos en la esquina, Julián llegó corriendo con una sonrisa enorme.
—¡Mamá! ¡Me llamaron de una empresa! Mañana tengo entrevista para ser chofer de reparto.
Nos abrazamos los tres entre lágrimas y risas nerviosas. Por primera vez en mucho tiempo, sentí que el futuro podía ser diferente.
Esa noche recé en silencio, agradeciendo por mi familia y por la fuerza para seguir adelante sin rendirnos ante las tentaciones fáciles pero peligrosas.
Ahora, mientras veo dormir a Camila abrazada a su osito, me pregunto: ¿Cuántas familias como la mía viven al borde del abismo cada día? ¿Cuántos hijos sienten miedo de decepcionar a sus padres? ¿Y cuántas madres guardan sus lágrimas para no asustar a sus hijos?
¿Ustedes también han sentido ese miedo? ¿Qué harían si estuvieran en mi lugar?