El secreto de la carta perdida
—¡Viola! ¡Viola!—grité, pero mi voz se perdió entre el bullicio de la avenida y el rugido de los motores. La mujer ni siquiera volteó. Caminó con paso firme, como si no hubiera escuchado mi llamado, como si no quisiera recordar quién era yo. Me quedé parada en la acera, con la bolsa del supermercado apretada contra el pecho y el corazón latiendo tan fuerte que sentía que todos podían oírlo.
No era posible. No podía ser ella. ¿Después de tantos años? ¿Después de todo lo que pasó en nuestra familia? El viento levantó el borde de su vestido rojo, igual al que mamá usaba en las fiestas patronales de San Juan, allá en nuestro pueblo en Veracruz. Me temblaban las manos. Cerré los ojos un segundo y recordé la última vez que vi a Viola: tenía catorce años y ella diecisiete. Mamá lloraba en la cocina, papá gritaba que nadie saldría de la casa esa noche. Pero Viola se fue igual, con una maleta pequeña y el orgullo herido.
—¿Señorita, está bien?—me preguntó un señor mayor que bajaba las escaleras detrás de mí.
—Sí… sí, gracias—respondí, aunque sentía que el piso se movía bajo mis pies.
Me obligué a caminar hasta el paradero de combis. El sol caía a plomo sobre la ciudad y el sudor me corría por la espalda. Subí a la unidad y me senté junto a la ventana, mirando sin ver los puestos de tacos, las loncherías, los niños jugando descalzos en la banqueta. Todo me parecía ajeno, como si yo estuviera flotando en otro mundo.
En mi bolso, junto a las tortillas y el arroz, llevaba una carta vieja que había encontrado esa mañana entre las cosas de mamá. La letra temblorosa de papá me había helado la sangre: “Viola, hija, si algún día lees esto…”. No pude seguir leyendo en ese momento. El dolor era demasiado grande. ¿Por qué nunca nos habló mamá de esa carta? ¿Por qué papá se fue sin despedirse cuando yo tenía quince años?
Llegué a casa y encontré a mi hija Camila haciendo la tarea en la mesa del comedor. La miré y sentí una punzada de culpa. ¿Cuántos secretos le estaba ocultando yo también?
—¿Mamá, por qué tienes esa cara?—me preguntó Camila.
—Nada, mi amor… solo estoy cansada.
Pero no era solo cansancio. Era miedo. Miedo de abrir esa carta y descubrir algo que podría destruir lo poco que quedaba de mi familia.
Esa noche no pude dormir. Escuchaba los ruidos de la calle: los perros ladrando, el camión de la basura, los gritos lejanos de una pareja peleando. Me levanté y fui a la cocina. Saqué la carta del bolso y la puse sobre la mesa. Dudé un momento antes de abrirla.
“Viola,
Sé que algún día vas a querer saber la verdad. No pude protegerte como debía. Lo que pasó aquella noche no fue tu culpa. Yo…”.
Las palabras se desdibujaban entre mis lágrimas. ¿Qué había pasado esa noche? ¿Por qué papá le pedía perdón a Viola? Recordé los rumores del pueblo: que papá tenía otra familia en Oaxaca, que mamá lo descubrió y por eso todo se vino abajo. Pero nadie hablaba abiertamente. En nuestro barrio, los secretos se guardan bajo llave y las heridas se tapan con silencio.
A la mañana siguiente fui al mercado con la esperanza de encontrar a Viola otra vez. Caminé por los pasillos llenos de frutas y verduras, preguntando discretamente a los vendedores si habían visto a una mujer alta, elegante, con vestido rojo.
—¿La señora del BMW rojo? Sí, vino temprano a comprar flores—me dijo Doña Lupita.
—¿Sabe dónde vive?
—No, pero preguntó por la dirección del panteón municipal…
El corazón me dio un vuelco. ¿Iba a visitar la tumba de mamá? Sentí una mezcla de rabia y tristeza. ¿Por qué regresaba ahora? ¿Por qué no estuvo cuando más la necesitábamos?
Corrí hasta el panteón bajo el sol ardiente. Entre las lápidas cubiertas de polvo y flores marchitas, vi a Viola arrodillada frente a la tumba de mamá. Lloraba en silencio, con las manos temblorosas sobre la piedra fría.
Me acerqué despacio.
—Viola…
Ella se volvió lentamente. Sus ojos estaban rojos e hinchados.
—Jaguar…
Nadie me llamaba así desde niña. Solo ella.
—¿Por qué volviste?—le pregunté con voz quebrada.
Viola bajó la mirada.
—Tenía que despedirme… y pedirte perdón.
—¿Perdón por qué? ¿Por irte sin mirar atrás? ¿Por dejarme sola con mamá cuando papá desapareció?
Viola apretó los labios y sacó una carta arrugada de su bolso.
—Papá me escribió esto antes de morir… Nunca tuve valor para leerla hasta ahora.
Saqué mi propia carta del bolso y se la mostré.
—Yo también encontré una carta esta semana…
Nos miramos en silencio, dos hermanas separadas por años de rencor y secretos. Nos sentamos juntas sobre la tierra seca y leímos las cartas en voz alta. Descubrimos que papá había sido amenazado por un narco local para pagar una deuda imposible; por miedo a poner en peligro a su familia, decidió huir y fingir su muerte. Mamá lo supo todo pero prefirió callar para protegernos del escándalo y del peligro.
Viola sollozaba mientras yo sentía una mezcla de alivio y rabia.
—¿Y ahora qué hacemos?—preguntó ella entre lágrimas.
La abracé fuerte por primera vez en veinte años.
—Ahora intentamos sanar… aunque duela.
Esa tarde regresamos juntas a casa. Camila nos miró sorprendida cuando entramos tomadas de la mano.
—¿Quién es ella, mamá?
—Es tu tía Viola…
Viola sonrió tímidamente y Camila corrió a abrazarla como si siempre hubiera sabido que le faltaba alguien en su vida.
Esa noche cenamos juntas por primera vez desde que éramos niñas. Hablamos hasta tarde sobre todo lo perdido y lo que aún podíamos recuperar.
A veces me pregunto si es posible perdonar tanto dolor acumulado, si alguna vez podré mirar atrás sin sentir ese nudo en el pecho. Pero también sé que los secretos solo nos destruyen cuando los dejamos crecer en la oscuridad.
¿Ustedes creen que es posible reconstruir una familia después de tantas mentiras? ¿O hay heridas que nunca sanan?