El sepulcro perdido: Confesiones de una madre en el corazón de los Andes

—¡No puede ser! —grité, con la voz quebrada, mientras mis manos temblorosas acariciaban la tierra removida. El sepulcro de mi hijo Mateo, el único lugar donde sentía que aún podía hablarle, había desaparecido. El mármol blanco que con tanto esfuerzo logré pagar, tras años vendiendo empanadas en la plaza de nuestro pueblo andino, ya no estaba. Solo quedaba un hueco, como si la tierra misma se hubiera tragado el último recuerdo tangible de mi niño.

Mi vecina Rosa llegó corriendo al escuchar mis gritos. —Lucía, ¿qué pasó?— preguntó, pero yo apenas podía articular palabra. Me arrodillé sobre la tierra húmeda, sintiendo cómo el dolor me atravesaba el pecho. —Se lo llevaron, Rosa… ¡Se lo llevaron!—

En nuestro pueblo, San Miguel de los Vientos, todos nos conocemos. Sabía que alguien debía haber visto algo. Pero cuando fui a preguntar a Don Ernesto, el cuidador del cementerio, bajó la mirada y murmuró: —No sé nada, doña Lucía… Aquí nadie ha visto nada.— Su silencio me dolió más que cualquier palabra.

Esa noche no pude dormir. Me senté junto a la ventana, mirando las luces lejanas del pueblo y recordando a Mateo: su risa cuando corría entre los maizales, sus manos pequeñas aferradas a las mías. ¿Cómo podía alguien ser tan cruel? ¿Por qué profanar el descanso de un niño?

A la mañana siguiente, fui a la iglesia. El padre Julián me recibió con una mirada compasiva. —Hija, hay cosas que es mejor no remover…— me dijo en voz baja. Pero yo no podía resignarme. No después de todo lo que había pasado.

Mi esposo, Tomás, apenas hablaba desde la muerte de Mateo. Se encerraba en el taller y evitaba mirarme a los ojos. Cuando le conté lo del sepulcro, solo murmuró: —Déjalo así, Lucía. No busques más problemas.— Pero yo no podía dejarlo así. No después de todo lo que había sacrificado.

Empecé a preguntar por todo el pueblo. Algunos me decían que era mejor olvidar; otros me miraban con lástima. Pero una tarde, mientras compraba pan en la tienda de Doña Carmen, escuché a dos hombres susurrando:

—Dicen que fue por lo del terreno…
—¿Qué terreno?
—El que está junto al cementerio. Que hay papeles viejos y que alguien quiere venderlo.

Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. ¿Sería posible que alguien hubiera quitado el sepulcro para apropiarse del terreno? Decidí ir al registro municipal. Allí encontré a Javier, un joven funcionario que había sido amigo de Mateo en la infancia.

—Lucía, no debería decirte esto… pero hay un expediente abierto sobre los terrenos del cementerio. Alguien presentó documentos diciendo que parte del terreno es suyo.—

Mi corazón latía con fuerza. ¿Quién podía ser tan mezquino? Javier me mostró una copia del expediente: el nombre de mi cuñado, Ricardo.

Volví a casa furiosa y enfrenté a Tomás:
—¿Tú sabías esto? ¡Tu propio hermano!—
Tomás bajó la cabeza y murmuró: —Ricardo siempre quiso ese terreno para ampliar su finca… Me pidió que no te dijera nada.—

Sentí que el mundo se derrumbaba bajo mis pies. No solo había perdido a mi hijo; ahora también perdía la confianza en mi familia.

Esa noche fui a buscar a Ricardo. Lo encontré en su casa, sentado en el porche con una copa de aguardiente.
—¿Por qué lo hiciste?— le pregunté con voz temblorosa.
Él me miró sin inmutarse: —Ese terreno siempre fue de mi padre. Solo estoy reclamando lo que es mío.—
—¡Pero ahí está enterrado tu sobrino! ¡Mi hijo!—
Ricardo se encogió de hombros: —La vida sigue, Lucía.—

Salí corriendo bajo la lluvia, sintiendo una rabia y un dolor indescriptibles. Al llegar a casa, Tomás intentó consolarme, pero yo ya no podía confiar en él.

Los días siguientes fueron un infierno. El pueblo empezó a dividirse: algunos apoyaban a Ricardo, diciendo que tenía derecho al terreno; otros se pusieron de mi lado, indignados por la falta de respeto hacia Mateo.

Un día recibí una carta anónima: “Si quieres saber dónde está el sepulcro de tu hijo, ve al viejo galpón detrás de la iglesia”. Fui sola, temblando de miedo y esperanza. Al llegar, encontré el mármol cubierto por una lona sucia. Lloré desconsolada al ver el nombre de Mateo grabado en letras doradas.

De pronto escuché pasos detrás de mí. Era Rosa.
—Lucía… Yo vi cuando lo sacaron. Fueron Ricardo y dos hombres más. Me amenazaron para que no dijera nada.—

La abracé con fuerza. —Gracias por decírmelo.—

Con esa prueba fui al alcalde del pueblo. La noticia se regó como pólvora: el escándalo dividió aún más a San Miguel de los Vientos. Hubo gritos en la plaza, insultos entre familias, y hasta peleas en la cantina.

Finalmente, el alcalde ordenó devolver el sepulcro al cementerio y prohibió cualquier venta del terreno hasta aclarar la situación legal.

Pero nada volvió a ser igual. Mi familia quedó rota; Tomás se fue a vivir con su hermano y yo me quedé sola en casa. El pueblo nunca olvidó lo ocurrido: algunos me miran con compasión; otros con resentimiento.

A veces me siento frente al sepulcro restaurado y le hablo a Mateo:
—Hijo mío… ¿Por qué las personas pueden ser tan crueles? ¿Vale más un pedazo de tierra que la memoria de un niño? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?