El sexto sentido de Mariana: La historia de una niña que desafió el destino
—Señora Lucía, lo mejor sería que se prepare para lo peor —me dijo el doctor Ramírez, sin mirarme a los ojos, mientras sostenía la carpeta con los exámenes de Mariana. Sentí que el aire se volvía denso, como si el hospital entero se hubiera detenido para escuchar esa sentencia. Mi esposo, Andrés, apretó mi mano, pero su mirada estaba perdida, como si ya hubiera aceptado la derrota.
—¿Y si los médicos se equivocan? —susurré, casi sin voz, pero nadie respondió. Mi suegra, doña Rosa, se persignó y murmuró algo sobre la voluntad de Dios. Mi madre lloraba en silencio, sentada en una esquina del pasillo. Afuera, la ciudad de Medellín seguía su curso, indiferente al dolor ajeno.
Mariana nació prematura, apenas con siete meses. Pesaba menos de dos kilos y su llanto era apenas un suspiro. Desde el primer día, los médicos dijeron que no sobreviviría. «Sus pulmones no están listos, su corazón es débil», repetían como un mantra. Pero yo sentía algo distinto: una fuerza inexplicable me decía que mi hija tenía que vivir.
La familia se dividió. Andrés empezó a distanciarse. «No quiero verte sufrir más, Lucía. Quizás deberíamos dejarla ir…». Esas palabras me atravesaron como cuchillos. ¿Cómo podía rendirme? ¿Cómo podía aceptar que mi hija no merecía luchar?
Las semanas pasaron entre hospitales públicos saturados, turnos eternos y miradas de lástima de las enfermeras. Los vecinos murmuraban: «Pobrecita Lucía, no acepta la realidad». Mi hermana menor, Camila, intentó convencerme: «Mira que los doctores saben lo que dicen. No te aferres a una esperanza vacía».
Pero yo tenía ese sexto sentido, ese presentimiento que no podía explicar. Cada vez que tomaba la diminuta mano de Mariana y sentía su calor, sabía que ella quería quedarse conmigo.
Una noche, mientras la ciudad dormía y solo se escuchaban las ambulancias a lo lejos, me acerqué a la incubadora y le hablé a Mariana:
—Hijita, si tú quieres luchar, yo lucharé contigo. No importa lo que digan los demás.
A la mañana siguiente, una enfermera me encontró dormida junto a la cuna. Me despertó con suavidad:
—Señora Lucía, su niña está respirando mejor hoy. Es un milagro.
Pero los milagros no convencen a todos. El doctor Ramírez insistía en que era solo una mejoría temporal. Andrés empezó a pasar más tiempo en casa de su madre y menos en el hospital. Un día llegó con una decisión tomada:
—Lucía, no puedo más con esto. No quiero verte destruirte. Si sigues así, me voy a ir.
Sentí rabia y miedo al mismo tiempo. Pero también una determinación feroz. Si tenía que enfrentarme al mundo sola por mi hija, lo haría.
Empecé a investigar tratamientos alternativos. Busqué ayuda en grupos de madres en redes sociales; algunas me decían que era mejor dejar ir a los hijos enfermos, otras compartían historias de esperanza. Una señora de Cali me habló de un médico pediatra en Pasto que había salvado a niños desahuciados.
Vendí mi anillo de bodas para pagar el viaje y convencí a una prima para que me acompañara. Andrés no volvió a llamarme esa semana.
El viaje fue largo y agotador. Mariana apenas respiraba y cada bache en la carretera era un suplicio. Pero cuando llegamos al consultorio del doctor Herrera, sentí por primera vez que alguien me escuchaba de verdad.
—No le prometo milagros —me dijo— pero tampoco le voy a quitar la esperanza. Vamos a intentarlo todo.
Durante semanas vivimos en una pensión barata cerca del hospital. Mariana recibió tratamientos experimentales y cuidados intensivos. Yo dormía poco y comía menos, pero cada sonrisa fugaz de mi hija era suficiente para seguir adelante.
Un día recibí una llamada inesperada: era Andrés.
—Lucía… ¿cómo está Mariana?
Su voz sonaba diferente, menos fría.
—Está luchando —le respondí— igual que yo.
Hubo un silencio largo al otro lado.
—Quiero verla —dijo finalmente.
Andrés llegó dos días después con doña Rosa y mi madre. Cuando vio a Mariana aferrada a la vida, lloró por primera vez desde el nacimiento de nuestra hija.
Los meses pasaron entre altibajos: infecciones, recaídas, noches enteras sin dormir. Pero también hubo avances: Mariana empezó a respirar sin ayuda por minutos cada vez más largos; sus ojos seguían mis movimientos; un día incluso sonrió cuando le canté una canción de cuna que mi abuela me enseñó en nuestra infancia en Antioquia.
La familia empezó a cambiar su actitud poco a poco. Camila organizó una colecta entre los vecinos para ayudarme con los gastos médicos; doña Rosa rezaba todas las noches por su nieta; Andrés volvió a quedarse conmigo en el hospital.
Pero la lucha no terminó ahí. Cuando finalmente nos dieron el alta médica y regresamos al barrio, algunos vecinos nos miraban con recelo:
—¿Para qué tanto esfuerzo? Esa niña nunca será normal —decían a mis espaldas.
Me dolía escuchar esos comentarios, pero ya no me importaba tanto la opinión ajena. Habíamos vencido al destino y eso era suficiente para mí.
Mariana creció más lenta que otros niños; tuvo problemas para caminar y hablar. Pero cada pequeño logro era una victoria celebrada por toda la familia: sus primeros pasos agarrada de mi falda; su primera palabra —»mamá»— dicha entre balbuceos y lágrimas.
Un día, durante una reunión familiar, doña Rosa tomó mi mano y me dijo:
—Perdóname por no haberte creído antes, Lucía. Eres más fuerte de lo que pensé.
Miré a Mariana jugando con sus primos en el patio y sentí una paz inmensa.
Hoy mi hija tiene seis años. Va a la escuela especial del barrio y aunque todavía enfrenta muchos desafíos, su sonrisa ilumina cada rincón de nuestra casa humilde.
A veces me pregunto: ¿cuántas madres han sentido ese sexto sentido y han sido silenciadas por el miedo o el prejuicio? ¿Cuántas veces dejamos que otros decidan por nosotros lo que es posible o imposible?
¿Ustedes qué habrían hecho en mi lugar? ¿Hasta dónde llegarían por defender la vida de sus hijos?