El Silencio de Abril: Una Lucha Invisible

—¿Por qué a mí, Dios mío? —susurré, apretando el sobre del laboratorio contra mi pecho mientras la lluvia golpeaba los techos de zinc en el barrio Belén. Mi mamá, doña Teresa, me miraba desde la cocina con los ojos llenos de preguntas que no se atrevía a pronunciar. El olor a café recién hecho flotaba en el aire, pero nada podía calmar el temblor en mis manos.

Mi nombre es Abril Restrepo y tengo 42 años. Hasta hace unas horas, creía que mi vida era normal: trabajo como profesora de literatura en un colegio público, tengo dos hijos adolescentes —Camila y Julián— y un esposo, Mauricio, que lleva años luchando por mantener su taller de motos a flote. Pero esta noche, todo cambió.

—¿Qué dice el resultado? —preguntó mi mamá, rompiendo el silencio.

No podía hablar. Solo le pasé el sobre. Ella lo abrió con dedos torpes y leyó en voz alta: “Carcinoma ductal infiltrante”. Sentí que el mundo se partía en dos. Mi hija Camila entró justo en ese momento, empapada por la lluvia, y al ver nuestras caras supo que algo andaba mal.

—Mamá, ¿qué pasa?

No pude mentirle. No esa noche. —Tengo cáncer, hija.

El grito ahogado de Camila me desgarró más que la noticia misma. Julián llegó corriendo desde su cuarto, y Mauricio se quedó parado en la puerta, sin saber si entrar o huir. Nadie está preparado para una noticia así. Nadie.

Los días siguientes fueron un torbellino de médicos, exámenes y trámites en el hospital San Vicente. El sistema de salud pública en Colombia es un laberinto: filas eternas, papeles que se pierden, médicos que apenas pueden mirarte a los ojos porque tienen veinte pacientes más esperando. Mi mamá me acompañaba a todas partes, cargando una bolsa con galletas y agua porque “uno nunca sabe cuánto va a durar esto”.

Mauricio intentaba ser fuerte, pero yo veía el miedo en sus ojos cada vez que hablábamos de dinero. El seguro no cubría todo y las cuentas empezaron a acumularse. Una tarde lo escuché discutiendo con mi suegra por teléfono:

—No sé cómo vamos a hacer, mamá. Abril necesita la quimio ya y no tenemos con qué pagar…

Me sentí culpable por enfermarme. Por ser una carga. Por no poder proteger a mis hijos del dolor ni a Mauricio del peso de las deudas.

Camila dejó de hablarme por días. Se encerró en su cuarto y solo salía para ir al colegio. Julián, en cambio, se volvió más cariñoso; me traía dibujos y me abrazaba fuerte antes de dormir. Un día lo encontré llorando en silencio en el baño.

—No quiero que te mueras, mami —me dijo entre sollozos.

Lo abracé con todas mis fuerzas, prometiéndole que iba a luchar. Pero por dentro sentía que me estaba desmoronando.

La primera sesión de quimioterapia fue peor de lo que imaginé. El olor a desinfectante, las agujas, las mujeres calvas sentadas en círculo hablando de sus hijos y sus trabajos perdidos… Me sentí parte de un club al que nadie quiere pertenecer.

Una señora llamada Lucía me tomó la mano cuando empecé a llorar.

—Aquí todas lloramos al principio —me dijo—. Pero después uno aprende a pelear con rabia y con amor.

Las semanas pasaron entre vómitos, cansancio y miedo. Perdí el cabello y con él una parte de mi identidad. Mi mamá me regaló un turbante colorido y me dijo: “Eres hermosa así o más”.

Pero no todo era tristeza. Mis estudiantes organizaron una rifa para ayudarme con los gastos; mis vecinos hacían colectas; incluso Mauricio vendió su moto favorita para pagar una medicina que no cubría el seguro. Descubrí una red invisible de solidaridad que me sostuvo cuando yo ya no podía más.

Sin embargo, la enfermedad también sacó lo peor de nosotros. Mauricio empezó a llegar tarde a casa y a beber más de la cuenta. Una noche discutimos fuerte:

—¡No soy solo yo la que está enferma! ¡Tú también tienes que luchar conmigo!

Él rompió a llorar como un niño perdido. Me confesó que tenía miedo de perderme y quedarse solo con los niños.

—No sé cómo ser fuerte para ti —me dijo—. Siento que todo se me sale de las manos.

Nos abrazamos largo rato, llorando juntos por primera vez desde que empezó todo.

Camila finalmente habló conmigo una noche mientras yo le leía un poema de Piedad Bonnett:

—Perdóname por alejarme, mami… Es que no soporto verte sufrir.

Le expliqué que el amor también es acompañar en el dolor, aunque duela mirar de frente la fragilidad de quienes amamos.

Un día recibí una llamada inesperada del hospital: “Señora Abril, tenemos buenas noticias. La última resonancia muestra una reducción significativa del tumor”. Lloré de alegría como nunca antes.

Pero la batalla no terminó ahí. La recuperación fue lenta; las cicatrices físicas y emocionales tardaron en sanar. Aprendí a pedir ayuda sin sentirme menos; aprendí a valorar los pequeños momentos: un café caliente con mi mamá al amanecer, una carcajada de Julián, un abrazo silencioso de Camila.

Hoy miro atrás y veo todo lo que hemos perdido… pero también todo lo que hemos ganado: una familia más unida, amigos verdaderos y una fuerza interior que nunca imaginé tener.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo están luchando solas en este momento? ¿Cuántos silencios guardamos por miedo o vergüenza? ¿Y si compartimos nuestras historias para no sentirnos tan solas?

¿Ustedes qué harían si mañana recibieran una noticia así? ¿A quién abrazarían primero?