El Silencio de las Preferencias: La Historia de una Abuela en Lucha

—¡Ya basta, Lucía! —mi voz retumbó en la cocina, más fuerte de lo que pretendía. El aroma del café recién colado se mezclaba con la tensión que podía cortarse con cuchillo. Lucía, mi hija, me miró con esos ojos oscuros que heredó de su padre, llenos de terquedad y orgullo.

—Mamá, no empieces otra vez —me respondió, sin dejar de revolver el chocolate caliente para Camila, su hija menor. Mateo, su hijo mayor, estaba sentado en la mesa, con la mirada clavada en el mantel floreado, fingiendo que no escuchaba.

Pero yo sí escuchaba. Escuchaba cada palabra no dicha, cada gesto de preferencia, cada caricia negada. Desde que Camila nació, Lucía la había envuelto en una burbuja de atenciones y regalos, mientras Mateo aprendía a hacerse invisible. Yo veía cómo el niño se esforzaba por llamar la atención: trayendo buenas notas, ayudando en la casa, hasta aprendiendo a tocar la guitarra para tocarle serenatas a su madre. Pero nada era suficiente.

Recuerdo una tarde lluviosa en nuestro barrio de Medellín. Mateo llegó empapado, con un diploma en la mano. Había ganado el concurso de ciencias del colegio. Lucía apenas levantó la vista del celular.

—¿Y Camila? ¿Ya terminó la tarea? —preguntó, ignorando el brillo de orgullo en los ojos de Mateo.

Esa noche, mientras le preparaba un té de manzanilla a Mateo para calmarle el resfriado, él me susurró:

—Abuela, ¿crees que algún día mamá me va a querer como a Camila?

Sentí un nudo en la garganta. ¿Cómo explicarle a un niño que el amor de una madre puede ser tan desigual? ¿Cómo decirle que yo lo amaba con todo mi ser, pero que mi amor no podía llenar ese vacío?

Los años pasaron y la herida creció. Camila se volvió una adolescente caprichosa, acostumbrada a conseguirlo todo con una sonrisa o un berrinche. Mateo se volvió callado y distante. Yo intenté hablar con Lucía muchas veces.

—Hija, los hijos necesitan sentirse amados por igual —le decía mientras lavábamos los platos juntas.

—Mamá, tú no entiendes. Camila es más sensible. Mateo es fuerte, él puede solo —me respondía siempre.

Pero yo sí entendía. Entendía el dolor de Mateo y la soledad que crecía en él como una sombra. Entendía también el miedo de Lucía a perder el control sobre su hija favorita.

La situación llegó al límite el día del cumpleaños número dieciocho de Mateo. Habíamos preparado una pequeña fiesta familiar. Yo horneé su torta favorita: tres leches con fresas. Cuando llegó la hora de los regalos, Lucía le entregó a Camila un celular nuevo “porque lo necesitaba para la universidad”, mientras que a Mateo le dio una camisa barata y un abrazo frío.

Mateo se levantó de la mesa sin decir palabra y salió al patio. Lo seguí y lo encontré llorando bajo el limonero.

—Abuela, ya no aguanto más —me dijo entre sollozos—. Me voy a ir apenas termine el colegio. Aquí no hay lugar para mí.

Mi corazón se rompió en mil pedazos. Quise abrazarlo y prometerle que todo iba a mejorar, pero sabía que sería mentira.

Esa noche enfrenté a Lucía como nunca antes.

—¿No ves lo que estás haciendo? Estás perdiendo a tu hijo por tu ceguera —le grité—. El amor no se reparte por méritos ni por caprichos.

Lucía me miró con rabia y lágrimas en los ojos.

—Tú siempre te metes donde no te llaman, mamá. Yo sé lo que hago —me gritó antes de encerrarse en su cuarto.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Mateo dejó de hablarle a su madre y Camila parecía disfrutar del caos, como si todo girara alrededor suyo. Yo sentía que la casa se caía a pedazos y nadie quería recoger los escombros.

Un domingo por la tarde, mientras preparaba arepas para la merienda, escuché un portazo. Salí corriendo y vi a Mateo con una mochila al hombro.

—Me voy donde mi papá —me dijo sin mirarme—. No aguanto más aquí.

Intenté detenerlo, pero ya era tarde. Lucía salió corriendo detrás de él, pero Mateo no volteó ni una sola vez.

Esa noche lloré como nunca antes. Lloré por mi nieto perdido, por mi hija ciega y por mi propia impotencia. Me sentí vieja y cansada, como si todos mis años pesaran el doble sobre mis hombros.

Con el tiempo, la casa se volvió más silenciosa. Lucía se encerró aún más en sí misma y Camila empezó a tener problemas en la universidad: malas notas, amistades dudosas, ausencias injustificadas. Un día llegó llorando porque había perdido una beca importante.

—¿Por qué me pasa esto a mí? —gritaba—. ¡Tú siempre me prometiste que todo iba a estar bien!

Lucía intentó consolarla, pero ya era tarde. El daño estaba hecho.

A veces recibo mensajes de Mateo desde Barranquilla, donde vive con su padre y su nueva familia. Me cuenta que está estudiando ingeniería y que tiene amigos que lo valoran por quien es. Yo le respondo siempre con palabras llenas de amor y esperanza, aunque por dentro me duela saber que nunca volverá a ser el mismo niño alegre que corría por nuestro patio.

Hoy escribo esta historia porque sé que no somos la única familia rota por el favoritismo y las heridas invisibles. Sé que muchas abuelas como yo ven cómo sus hijos repiten errores y sus nietos pagan las consecuencias.

¿Hasta cuándo vamos a permitir que el amor se convierta en privilegio? ¿Cuántos Mateos más tienen que irse para que entendamos que todos los hijos merecen ser amados por igual?

Quizás alguien allá afuera escuche mi historia y decida romper el ciclo antes de que sea demasiado tarde.