El Silencio de los Días Perdidos

—¿Te imaginas, Andrés volvió a desaparecer? —le dije a mi esposo, mientras la televisión cortaba la telenovela con un anuncio de detergente. Él ni siquiera apartó la vista del televisor. —¿Me escuchas, Javier? Andrés otra vez se fue —repetí, con la voz quebrada, esperando una reacción que nunca llegó.

—Te escucho, pero ¿qué quieres que haga? —respondió él, encogiéndose de hombros, como si la noticia fuera una más, como si no supiera que cada vez que Andrés desaparece, siento que me arrancan un pedazo del alma.

Me quedé en silencio, mirando la taza de café frío entre mis manos. Afuera, la Ciudad de México seguía rugiendo con su tráfico y su gente apurada, pero aquí adentro todo era un eco sordo de angustia y resignación. Mi hermano menor, Andrés, llevaba años luchando contra sus demonios: las drogas, las malas compañías, la soledad. Y nosotros, su familia, éramos como náufragos aferrados a una tabla podrida en medio de un mar embravecido.

Recordé la última vez que lo vi. Había llegado a casa con los ojos rojos y la ropa sucia. Mamá le sirvió sopa caliente y él apenas probó bocado. —Voy a cambiar, lo prometo —dijo esa noche. Pero al día siguiente ya no estaba. Solo dejó una nota garabateada: “Perdón”.

Lucía, mi hermana mayor, me llamó temprano esa mañana. Su voz temblaba al otro lado del teléfono. —¿Ya supiste de Andrés? No ha regresado desde anoche. Mamá está llorando y papá no quiere hablar con nadie.

Yo tampoco quería hablar con nadie. Sentía rabia, impotencia y culpa. ¿En qué momento dejamos de buscarlo realmente? ¿Cuándo nos acostumbramos a sus ausencias?

Esa tarde fui a casa de mis padres en Iztapalapa. El olor a frijoles y tortillas recién hechas no lograba tapar el aire denso de preocupación. Mamá estaba sentada en la mesa, con los ojos hinchados. Papá miraba por la ventana como si esperara ver a Andrés aparecer en cualquier momento.

—¿Por qué no hacemos algo? —pregunté, casi gritando—. No podemos seguir así.

Papá me miró con cansancio.—¿Y qué quieres que haga? Ya fui a la delegación, ya hablé con sus amigos… Nadie sabe nada.

Lucía intentó calmarme.—No es tu culpa, Mariana. Andrés es así desde que se juntó con esos tipos del barrio. Pero no podemos rendirnos.

Mamá sollozó.—Es mi hijo… Yo sé que va a volver.

La noche cayó pesada sobre nosotros. Me quedé en el cuarto de Lucía, mirando el techo y recordando cuando éramos niños y jugábamos a las escondidas en el patio. Andrés siempre era el primero en ser encontrado porque no sabía guardar silencio.

Ahora su silencio era lo único que nos quedaba.

Al día siguiente salí a buscarlo por las calles del barrio. Pregunté en las tienditas, en la cancha de fútbol donde solía jugar cuando era adolescente, en los puestos de tacos donde a veces ayudaba para ganarse unas monedas.

—¿Andrés? No lo he visto desde hace días —me dijo Don Chucho, el taquero—. Pero si lo ves, dile que aquí tiene trabajo si quiere dejar esas cosas malas.

Caminé hasta el parque donde los chavos se juntan a fumar y beber. Un grupo de muchachos me miró con desconfianza cuando pregunté por mi hermano.

—La última vez que lo vimos andaba con El Gordo y La Flaca —dijo uno de ellos—. Pero esos ya se fueron para Tepito.

Sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo. Tepito era un mundo aparte: peligroso, impredecible. Dudé en ir, pero el amor por mi hermano pudo más que el miedo.

Tomé el metro hasta Lagunilla y caminé entre los puestos de ropa y piratería. Pregunté por Andrés en cada esquina, mostré su foto a vendedores y policías. Nadie sabía nada o nadie quería decirme nada.

Regresé a casa derrotada. Mamá seguía esperando junto al teléfono. Papá había salido a buscarlo por su cuenta. Lucía preparaba café para todos.

—No podemos seguir así —dije—. Necesitamos ayuda profesional.

Lucía asintió.—Hay grupos de apoyo para familias como la nuestra. Podemos ir mañana.

Esa noche soñé con Andrés. Lo veía pequeño otra vez, corriendo por el patio con una sonrisa enorme. Me desperté llorando.

Pasaron los días y las noticias no llegaban. La familia empezó a fracturarse: papá se volvió más callado; mamá rezaba todo el día; Lucía y yo discutíamos por cualquier cosa; Javier apenas venía a verme.

Una tarde recibí una llamada desconocida.—¿Mariana? Soy El Gordo… Andrés está conmigo. No está bien…

Sentí que el corazón se me detenía.—¿Dónde están?

Me dio una dirección cerca de La Merced. Salí corriendo sin decirle nada a nadie.

Cuando llegué, encontré a Andrés tirado en un colchón sucio, temblando de fiebre y delirando. El Gordo me miró con lástima.—Lo traje aquí porque no quería dejarlo solo en la calle…

Llamé a una ambulancia y lo llevamos al hospital general. Los médicos dijeron que tenía una sobredosis y una infección grave.

Pasé noches enteras junto a su cama, rezando para que despertara. Mamá llegó al tercer día; papá nunca apareció.

Cuando Andrés abrió los ojos, me miró con lágrimas.—Perdón… No sé cómo salir de esto…

Le tomé la mano.—No estás solo, hermano. Vamos a luchar juntos.

El proceso fue largo y doloroso: clínicas de rehabilitación, recaídas, terapias familiares llenas de reproches y llanto. Pero poco a poco Andrés empezó a recuperarse.

Un año después, seguimos luchando como familia. No somos perfectos: papá aún guarda silencio; mamá sigue rezando; Lucía y yo aprendimos a perdonarnos y apoyarnos.

Andrés ahora trabaja en una panadería y asiste a grupos de apoyo cada semana. A veces me mira y dice: —Gracias por no rendirte conmigo.

Hoy miro atrás y me pregunto: ¿Cuántas familias viven este infierno en silencio? ¿Cuántos hermanos se pierden sin que nadie los busque? ¿Vale la pena seguir luchando cuando todo parece perdido?

¿Y ustedes qué harían si un ser querido se pierde entre las sombras? ¿Hasta dónde llegarían por amor?