El sofá de los sueños rotos
—¿Por qué no puedes entenderlo, mamá? —grité, con la voz quebrada, mientras la lluvia golpeaba los cristales y el olor a café recién hecho llenaba la sala. Mi madre, sentada en el viejo sofá azul que heredamos de mi abuela, me miraba con esa mezcla de cansancio y tristeza que sólo las madres saben mostrar.
Me llamo Camila, tengo 21 años y vivo en un barrio popular de Medellín. Mi historia no es diferente a la de muchas jóvenes en Latinoamérica, pero esa noche, todo cambió. El sofá, testigo de tantas risas y secretos, se convirtió en el escenario de mi mayor dolor.
Todo empezó hace dos años, cuando conocí a Julián en la universidad. Él era diferente: soñador, rebelde, con esa sonrisa que podía iluminar hasta el día más gris. Nos enamoramos rápido, como suele pasar cuando uno es joven y cree que el amor puede con todo. Pero en mi casa, las cosas nunca fueron fáciles. Mi mamá, Gloria, siempre fue estricta, marcada por la vida dura y el abandono de mi papá cuando yo era niña. «Los hombres sólo traen problemas», repetía como un mantra cada vez que veía a Julián esperándome en la esquina.
Durante el verano, aprovechábamos cada oportunidad para estar juntos. Cuando mi mamá salía a cuidar a mi abuela en Bello o a visitar a su amiga Lucía en Envigado, Julián se quedaba conmigo. Esas noches eran nuestras: cocinábamos arepas, veíamos películas viejas y soñábamos con un futuro lejos de los problemas. El sofá azul era nuestro refugio, el lugar donde creíamos que nada podía tocarnos.
Pero el verano terminó, y con septiembre llegaron las lluvias y el encierro. Mi mamá dejó de salir los fines de semana; la abuela mejoró y Lucía se mudó a Bogotá. De repente, el sofá dejó de ser nuestro y volvió a ser de ella. Julián y yo nos veíamos menos, y cada encuentro era una batalla contra el reloj y los nervios.
Una noche, mientras intentaba convencer a mi mamá de que me dejara salir con Julián, la tensión explotó. —No quiero que termines como yo, Camila —me dijo, con la voz temblorosa—. No sabes lo que es criar a una hija sola, sin un peso y con el corazón hecho trizas.
—Pero yo no soy tú, mamá. Julián no es mi papá —respondí, sintiendo cómo la rabia me quemaba por dentro.
Ella me miró largo rato, como si buscara en mi rostro alguna señal de que podía confiar en mí. Pero lo único que encontró fue mi terquedad. Esa noche me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida.
Los días siguientes fueron un infierno. Mi mamá revisaba mi celular, me llamaba cada hora y hasta le pidió a la vecina que me vigilara cuando salía a la tienda. Julián empezó a cansarse de los secretos y las mentiras. «No puedo seguir así, Camila. Siento que te estoy perdiendo», me dijo una tarde, sentado en el mismo sofá donde solíamos reírnos de todo.
Intenté explicarle que era cuestión de tiempo, que mi mamá tenía miedo y que pronto todo mejoraría. Pero él ya no era el mismo. La presión lo estaba cambiando, y a mí también. Empezamos a pelear por tonterías: los celos, las salidas, los mensajes sin responder. El sofá azul, antes símbolo de nuestro amor, se convirtió en el lugar donde discutíamos y llorábamos.
Una noche de octubre, mientras la lluvia caía con fuerza sobre el techo de zinc, Julián llegó empapado y con los ojos rojos. —No puedo más, Camila. O eliges a tu mamá o me eliges a mí —me dijo, con la voz rota.
Sentí que el mundo se me venía encima. ¿Cómo podía elegir entre el amor de mi vida y la mujer que me lo había dado todo? Me quedé en silencio, mirando el sofá donde tantas veces soñé con un futuro distinto.
—No me hagas esto, Julián. Tú sabes lo que significa mi mamá para mí —susurré, pero él ya estaba de pie, listo para irse.
—Entonces ya tomaste tu decisión —dijo antes de salir, dejando la puerta abierta y el frío colándose en la sala.
Esa noche me senté en el sofá azul y lloré como nunca antes. Mi mamá apareció al rato, se sentó a mi lado y me abrazó en silencio. Por primera vez entendí su miedo: no era sólo por mí, sino por ella misma, por las heridas que nunca sanaron.
Pasaron semanas antes de que pudiera hablar con Julián de nuevo. Intenté llamarlo, buscarlo en la universidad, pero él me evitaba. Mis amigas decían que era mejor así, que debía concentrarme en mis estudios y dejar el amor para después. Pero yo sentía que una parte de mí se había quedado atrapada en ese sofá azul.
Un día, mientras limpiaba la sala con mi mamá, encontré una carta debajo del cojín del sofá. Era de mi papá. Decía que lamentaba habernos dejado, que siempre pensaba en nosotras y que ojalá algún día pudiera pedirnos perdón. Mi mamá la había guardado ahí durante años, incapaz de tirarla pero también incapaz de leerla sin romperse.
—¿Por qué nunca me hablaste de esto? —le pregunté, mostrando la carta.
Ella bajó la mirada y suspiró. —Quería protegerte del dolor. Pero creo que sólo logré alejarte más.
Nos abrazamos y lloramos juntas. Por primera vez sentí que podía entenderla, aunque no justificara sus miedos. Decidí escribirle a mi papá. No sabía si respondería, pero necesitaba cerrar ese capítulo para poder empezar uno nuevo.
Con el tiempo, mi relación con Julián se transformó. No volvimos a ser pareja, pero aprendimos a ser amigos. Mi mamá empezó a confiar más en mí y yo en ella. El sofá azul sigue ahí, testigo silencioso de nuestras derrotas y victorias.
A veces me siento ahí y me pregunto: ¿cuántos sueños se han roto y reconstruido en este sofá? ¿Cuántas veces más tendré que elegir entre lo que quiero y lo que otros esperan de mí? ¿Y ustedes? ¿Alguna vez han sentido que el lugar más seguro puede volverse el más doloroso?