El testamento de mi padre: el día que mi familia se rompió
—¿Cómo pudiste hacerme esto, papá? —grité, con la voz quebrada, mientras el notario cerraba la carpeta azul y mi madre bajaba la mirada, incapaz de sostener mi dolor.
La sala del juzgado olía a humedad y a papeles viejos. Afuera, la lluvia golpeaba los ventanales con furia, como si el cielo mismo quisiera acompañar mi rabia. Mi hermano, Gabo, estaba sentado a mi lado, apretando los puños, la mandíbula tensa. Frente a nosotros, mi cuñado, Esteban, tenía la mirada baja, pero no podía ocultar el leve temblor de sus labios, como si estuviera a punto de sonreír.
Nunca pensé que el día de la lectura del testamento de mi padre sería el final de mi familia. Siempre creí que, a pesar de las peleas, de las diferencias y de las palabras no dichas, la sangre era más fuerte que cualquier resentimiento. Pero me equivoqué.
Mi papá, Don Ernesto, fue un hombre duro, de esos que crecieron en la pobreza de un barrio de Ciudad de México y levantaron su negocio de materiales de construcción con las uñas. Siempre nos exigió más, a Gabo y a mí. «La vida no regala nada, hijos», repetía mientras nos hacía cargar bultos de cemento en las vacaciones. Pero también tenía un lado tierno, que solo mostraba en raros momentos, como cuando me enseñó a andar en bicicleta o cuando me abrazó la noche que murió mi abuela.
Gabo y yo crecimos compitiendo por su aprobación. Él era el mayor, el fuerte, el que nunca lloraba. Yo, el menor, el que sacaba buenas notas y leía libros en vez de jugar fútbol. Nuestra rivalidad era silenciosa, pero constante. A veces, sentía que mi papá prefería a Gabo por ser más parecido a él, pero otras veces creía que me quería más a mí por ser diferente.
Todo cambió cuando mi hermana, Mariana, se casó con Esteban. Él venía de una familia humilde de Veracruz, pero tenía una sonrisa fácil y una paciencia infinita. Pronto se ganó el cariño de todos, incluso el de mi papá, que empezó a confiarle cosas del negocio. Yo no le di importancia al principio. Pensé que era solo cortesía, que al final, la familia era la familia.
Pero los años pasaron y mi papá empezó a delegar más y más responsabilidades en Esteban. Cuando enfermó de los pulmones, fue Esteban quien lo llevaba al hospital, quien le preparaba el café y le leía el periódico. Gabo y yo estábamos ocupados con nuestros trabajos, nuestras propias familias, y a veces nos costaba encontrar tiempo para visitarlo. Mariana siempre nos decía: «No sean ingratos, papá los necesita». Pero uno nunca cree que los padres se van a ir tan pronto.
El día que murió, sentí un vacío imposible de llenar. Pero nada me preparó para la traición que sentí en la sala del juzgado, cuando el notario leyó en voz alta:
«Dejo todos mis bienes, incluyendo la casa familiar y el negocio, a Esteban Ramírez, por su dedicación y cuidado en mis últimos años».
Sentí que el aire se me iba de los pulmones. Miré a Gabo, esperando que dijera algo, que protestara, pero él solo bajó la cabeza. Mi madre empezó a llorar en silencio. Mariana abrazó a Esteban, pero sus ojos buscaban los míos, suplicando comprensión.
—Esto no puede ser —dije, con la voz temblorosa—. ¡Papá no haría esto! ¡Somos sus hijos!
El notario me miró con lástima.
—Su padre fue muy claro en sus instrucciones. Aquí está su firma.
Gabo se levantó de golpe.
—¿Así de fácil? ¿Todo para él? —le gritó a Esteban—. ¿Qué hiciste para manipularlo?
Esteban negó con la cabeza.
—Yo no pedí nada. Solo lo cuidé cuando ustedes no estaban.
La tensión era insoportable. Mariana intentó mediar.
—Por favor, no peleen. Papá tomó su decisión. No podemos cambiarla.
Pero yo no podía aceptarlo. Sentía que me habían robado no solo la herencia, sino también la historia de mi familia. ¿De qué sirvieron los años de esfuerzo, las tardes ayudando en el negocio, las veces que me quedé sin salir con amigos para cumplir con sus expectativas?
Esa noche, la casa se llenó de gritos y reproches. Mi madre me suplicó que no rompiera la familia por dinero. Pero no era solo dinero. Era el reconocimiento de mi padre, su última palabra sobre quién merecía su legado.
Pasaron los días y la distancia entre nosotros creció. Gabo dejó de hablarme; decía que yo debía aceptar la decisión de papá. Mariana intentó organizar una comida familiar para reconciliarnos, pero nadie fue. Esteban me llamó varias veces para explicarme que él no quería problemas, que estaba dispuesto a compartir el negocio si yo quería trabajar con él. Pero yo no podía. El orgullo me lo impedía.
Empecé a preguntarme si realmente importaba la herencia o si lo que dolía era sentirme desplazado, invisible ante los ojos de mi propio padre. Recordé las veces que Esteban estuvo ahí cuando papá lo necesitó y yo no. ¿Fue eso lo que pesó más en su decisión?
Un día, mi madre me buscó en mi departamento.
—Hijo, tu papá te amaba. Pero estaba solo. Esteban fue su compañía cuando ustedes no podían estar. No lo juzgues tan duro.
Lloré como no lo hacía desde niño. Me di cuenta de que la herencia no era solo dinero o propiedades. Era la forma en que mi papá quiso agradecer a quien estuvo con él en sus últimos días. Tal vez yo no supe ver su soledad.
Hoy, la familia sigue rota. No sé si algún día podremos perdonarnos. Pero cada vez que paso frente a la vieja casa familiar, me pregunto: ¿Qué vale más, el dinero o el amor que damos cuando alguien nos necesita? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?