El último acto de Mariana

—¿Por qué te empeñas en seguir usando esos tacones, Mariana? —me preguntó mi hermana Lucía hace apenas unas horas, antes de salir corriendo al casting. No le respondí. ¿Qué iba a decirle? Que en esta ciudad, en este mundo, una mujer como yo no puede darse el lujo de parecer cansada, menos aún derrotada.

Ahora, sentada en el vagón del metro Pantitlán, siento cómo el sudor me recorre la espalda y los pies me arden. Miro mi reflejo en la ventana oscura: maquillaje impecable, labios rojos, ojos delineados con precisión. Pero detrás de esa máscara, la verdad es otra. Mariana Torres, actriz de telenovelas olvidadas, madre soltera de un hijo que apenas me habla y hermana mayor de una familia que se desmorona.

La voz metálica anuncia la siguiente estación. Respiro hondo. Recuerdo la última discusión con mi hijo Emiliano:

—¿Por qué no puedes ser como las demás mamás? —me gritó hace dos noches—. Siempre estás fingiendo, siempre actuando.

No supe qué contestar. ¿Cómo explicarle que actuar es lo único que me queda? Que si dejo de fingir, me derrumbo. Que si me quito los tacones y el maquillaje, dejo de ser yo.

El metro se detiene bruscamente. Una señora con bolsas del mercado tropieza y casi cae sobre mí. Le sonrío, aunque por dentro solo quiero llorar. Recuerdo cuando mi madre me decía: «Marianita, nunca salgas sin arreglarte. Una mujer debe estar lista para cualquier cosa». Y yo le creí. Por eso hoy, a mis 48 años, sigo luchando por papeles que ya no son para mí, compitiendo con chicas de veinte que no saben lo que es perderlo todo.

El casting es en una productora pequeña en la colonia Roma. El papel: madre sufrida de barrio pobre. Irónico. Yo, que crecí en Iztapalapa y sé lo que es comer frijoles con tortilla tres veces al día, ahora tengo que convencer a un director joven y arrogante de que sé llorar frente a una cámara.

Al llegar, me encuentro con otras actrices. Reconozco a Verónica, mi rival de siempre. Me mira de arriba abajo y sonríe con esa malicia que solo las mujeres heridas conocen.

—¿Otra vez tú aquí? —me dice en voz baja—. Pensé que ya te habías retirado.

—Todavía no me rindo —le respondo, fingiendo seguridad.

El director nos llama una a una. Cuando llega mi turno, siento el peso de todos mis años sobre los hombros. Recito el monólogo con toda la pasión que me queda:

—¡No me quites a mi hijo! ¡Es lo único que tengo!

Pero sé que no basta. Veo la indiferencia en los ojos del director. Salgo del cuarto con el corazón hecho trizas.

En la calle, el sol cae a plomo. Camino sin rumbo hasta llegar a un parque donde los niños juegan y las madres conversan animadamente. Me siento en una banca y saco mi celular. Cuarenta mensajes sin leer: cuentas por pagar, recordatorios del banco, un mensaje de Lucía preguntando si cenaré en casa.

Pienso en mi padre, alcohólico y ausente; en mi madre, resignada y fuerte; en mis hermanos menores, cada uno luchando por sobrevivir en esta ciudad monstruosa. Pienso en Emiliano, mi hijo adolescente, tan distante últimamente.

Hace dos semanas descubrí que se droga. Lo enfrenté y solo obtuve silencio y una puerta cerrada en mi cara. ¿En qué momento perdí el control? ¿Fue cuando acepté aquel papel humillante por dinero? ¿O cuando preferí ensayar toda la noche en vez de ayudarle con la tarea?

El teléfono vibra. Es Emiliano:

—Mamá, ¿vas a venir hoy?

No sé qué contestar. Quiero correr a abrazarlo, decirle que todo va a estar bien, pero ni yo misma lo creo.

Regreso a casa al anochecer. Lucía me espera con cara de pocos amigos.

—¿Otra vez llegas tarde? Emiliano no ha comido nada —me reprocha.

—Estoy haciendo lo mejor que puedo —le respondo cansada.

—¿Lo mejor? Mariana, tu hijo te necesita más que esos castings ridículos.

La rabia me sube al rostro.

—¡No tienes idea de lo que es luchar por tus sueños! ¡Tú te conformaste con tu vida gris!

Lucía se va llorando a su cuarto. Me quedo sola en la cocina, mirando la olla vacía sobre la estufa.

Esa noche no puedo dormir. Escucho los pasos de Emiliano entrando sigilosamente a casa. Me levanto y lo encuentro en la sala, ojeroso y tembloroso.

—¿Dónde estabas? —le pregunto suavemente.

—Con amigos —responde sin mirarme.

Me acerco y lo abrazo fuerte. Por primera vez en mucho tiempo siento que no estoy actuando.

—Perdóname —le susurro—. Perdóname por no saber ser tu mamá.

Él no dice nada, pero no se aparta.

Al día siguiente decido dejar los tacones guardados y salgo a buscar trabajo como maestra de teatro en una secundaria pública. No es lo que soñé, pero es real. Es vida.

A veces me pregunto si valió la pena tanto sacrificio por un sueño que nunca llegó del todo. Si valió la pena perderme momentos con mi hijo por perseguir aplausos vacíos.

Pero también pienso: ¿qué sería de nosotras las mujeres si dejáramos de luchar por lo que amamos? ¿Cuántas Marianitas hay allá afuera fingiendo fortaleza mientras se rompen por dentro?

¿Y tú? ¿Qué has sacrificado por tus sueños? ¿Vale la pena seguir luchando aunque duela?