El Último Acuerdo de Natalia
—No quiero más morfina, mamá. Quiero escuchar tu voz, aunque sea por última vez— susurré, sintiendo cómo el sudor frío me recorría la frente. Mi madre, doña Carmen, apretó mi mano con fuerza, como si pudiera evitar que me deslizara hacia ese abismo al que todos temían nombrar.
La habitación del hospital en Guadalajara olía a desinfectante y a flores marchitas. Afuera, el bullicio de la ciudad seguía su curso, indiferente a mi agonía. Yo, Natalia Jiménez, tenía treinta y ocho años y un cuerpo devastado por el cáncer. La quimioterapia me había robado el cabello, la fuerza y hasta los sueños. Pero lo que más dolía era ver a mi familia desmoronarse en silencio.
Mi hermana menor, Mariana, entró con los ojos hinchados de llorar. Se sentó al borde de la cama y me miró como si ya no estuviera ahí. —¿Por qué tú? —me preguntó una vez, cuando creía que dormía—. ¿Por qué no yo?
No supe qué responderle entonces ni ahora. La enfermedad no elige; simplemente cae sobre uno como una tormenta inesperada. Pero en mi caso, sentía que era un castigo. Un castigo por aquel secreto que guardé durante años, por la promesa rota que me perseguía incluso en mis sueños febriles.
Mi esposo, Julián, se mantenía fuerte para los demás. Pero yo lo conocía demasiado bien: cada noche lloraba en silencio en el baño del hospital. Lo escuchaba rezar, pedirle a Dios un milagro o al menos una muerte rápida para mí. No lo juzgaba; yo también lo deseaba.
—Natalia, ¿quieres que llame al padre José? —preguntó mi madre con voz temblorosa.
Negué con la cabeza. No necesitaba confesión; necesitaba redención. Pero ¿cómo redimirse cuando el daño ya estaba hecho?
Hace años, cuando Mariana quedó embarazada siendo adolescente, fui yo quien convenció a mis padres de enviarla lejos, a casa de una tía en Monterrey. Les dije que era lo mejor para evitar el chisme del barrio, para protegerla. Pero en realidad fue para protegerme a mí misma: yo estaba recién casada y temía que el escándalo salpicara mi reputación.
Mariana perdió al bebé en un aborto espontáneo y nunca volvió a ser la misma. Se volvió callada, desconfiada. Nuestra relación se enfrió hasta volverse casi inexistente. Ahora, viendo su dolor reflejado en sus ojos, sentía el peso de mi culpa como una losa sobre el pecho.
—Mariana —dije con esfuerzo—, perdóname por todo lo que te hice.
Ella me miró sorprendida. Un silencio denso llenó la habitación antes de que respondiera:
—No es momento para eso, Natalia.
—Sí lo es —insistí—. No quiero irme sin decirte la verdad.
Mi madre sollozaba en silencio; Julián miraba por la ventana fingiendo no escuchar. Sentí cómo el dolor se mezclaba con una extraña sensación de alivio: al fin podía enfrentar mis errores.
—Fui yo quien convenció a papá y mamá de mandarte lejos —confesé—. Lo hice por miedo, por egoísmo. Y nunca te pedí perdón.
Mariana bajó la cabeza y sus hombros temblaron. Por un instante pensé que se iría sin decir nada, pero entonces tomó mi mano y la apretó con fuerza.
—Yo también te fallé —susurró—. Te guardé rencor todos estos años y nunca te di la oportunidad de explicarte.
Lloramos juntas por primera vez desde que éramos niñas. Mi madre se acercó y nos abrazó a las dos, como si pudiera pegarnos los pedazos rotos del pasado.
Esa noche Julián se quedó conmigo mientras dormía. Me desperté sobresaltada varias veces; cada vez él estaba ahí, acariciando mi frente o susurrando palabras de consuelo.
—¿Tienes miedo? —me preguntó en voz baja.
—No al final —respondí—. Tengo miedo de lo que dejo atrás: promesas rotas, palabras no dichas, heridas abiertas.
Él besó mi mano y me miró con ternura infinita.
—Te prometo cuidar de todos —dijo—. Y te prometo recordarte como eras antes de todo esto: fuerte, alegre… viva.
La madrugada llegó con su silencio implacable. Afuera llovía; las gotas golpeaban la ventana como si quisieran entrar y acompañarme en mi soledad. Cerré los ojos y recé en silencio: no por un milagro, sino por paz para los míos.
Al amanecer sentí que algo cambiaba dentro de mí. El dolor seguía ahí, pero ya no era lo más importante. Lo importante era ese acuerdo silencioso entre los que quedábamos: perdonarnos unos a otros para poder seguir adelante.
Mi madre me peinó con manos temblorosas; Mariana me leyó un poema; Julián puso música suave en su celular. Por primera vez en meses sentí algo parecido a la felicidad.
Horas después supe que era el final. Lo sentí en los huesos, en la respiración cada vez más lenta. Llamé a todos a mi lado y les pedí una última promesa:
—No permitan que el dolor los destruya como me destruyó a mí. Ámense, cuídense… y no guarden secretos.
Cerré los ojos mientras las voces de mi familia se mezclaban con el sonido de la lluvia y la música lejana. Me sentí ligera, casi libre.
Ahora me pregunto: ¿cuántas familias viven atadas por secretos y culpas no resueltas? ¿Cuántas veces dejamos pasar la oportunidad de pedir perdón antes de que sea demasiado tarde?