El Último Destino: Calle Menta 14

—¿Por qué siempre los viernes, Mauricio? —me pregunté en voz baja, apretando el volante con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos. El aire cálido del auto me envolvía, mezclado con el olor a colonia barata que él usaba desde hace meses. La pantalla azulada del GPS seguía brillando, como si quisiera quemarme los ojos con esa dirección: Calle Menta 14. Último destino. Viernes, 18:11.

Salí solo a tirar la basura y mover el carro porque anunciaron tormenta. No esperaba encontrar nada, solo quería evitar que el agua arruinara la pintura del viejo Nissan que tanto cuidábamos. Pero ahí estaba, la prueba de que algo no encajaba. Mauricio nunca fue bueno con la tecnología; siempre dejaba todo encendido, olvidaba cerrar aplicaciones, y ahora esa torpeza suya me estaba abriendo los ojos.

Me quedé sentada, mirando la pantalla, sintiendo cómo el corazón me latía en la garganta. ¿Quién vive en Calle Menta 14? ¿Por qué todos los viernes? Recordé las veces que él salía temprano del trabajo, diciendo que tenía reuniones o que iba a visitar a su madre en el hospital. Yo le creía. ¿Por qué no habría de hacerlo? Después de quince años juntos, dos hijos y una hipoteca que nos ahogaba cada mes, ¿qué razón tendría para mentirme?

Esa noche no pude dormir. Mauricio llegó tarde, como siempre los viernes. Entró en silencio, dejó las llaves en la mesa y fue directo al baño. Yo fingí estar dormida, pero sentía cada movimiento suyo como si fuera un trueno en medio de la tormenta que finalmente cayó sobre la ciudad.

Al día siguiente, mientras preparaba el desayuno para los niños, lo observé de reojo. Parecía normal, como si nada hubiera pasado. Pero yo ya no era la misma. Algo dentro de mí se había roto.

—¿Todo bien, Lucía? —me preguntó él, sirviéndose café.

—Sí —mentí—. Solo estoy cansada.

No podía dejar de pensar en esa dirección. Así que hice lo que nunca pensé que haría: busqué Calle Menta 14 en Google Maps. Era una casa pequeña en un barrio al otro lado de la ciudad, lejos de todo lo nuestro. No conocía a nadie por ahí.

Pasé toda la semana dándole vueltas al asunto. El viernes siguiente, cuando Mauricio salió «a ver a su madre», lo seguí. Me sentí sucia espiándolo, pero necesitaba respuestas. Lo vi estacionar frente a esa casa y entrar sin mirar atrás.

Esperé casi una hora hasta que salió una mujer a la puerta. Era joven, mucho más joven que yo. Tenía el cabello largo y oscuro, y cargaba un bebé en brazos. Mauricio salió poco después y le dio un beso en la mejilla antes de tomar al niño en sus brazos.

Sentí que el mundo se me venía abajo.

Regresé a casa temblando. No podía llorar; tenía que ser fuerte por mis hijos. Esa noche, cuando Mauricio volvió, lo enfrenté.

—¿Quién es ella? —le pregunté sin rodeos.

Él se quedó helado. No intentó negarlo. Bajó la cabeza y murmuró:

—Lucía… te juro que no quería hacerte daño.

—¿Cuánto tiempo llevas viéndola? ¿Ese niño es tuyo?

No respondió enseguida. Solo asintió con los ojos llenos de lágrimas.

—Fue un error… pero ya no sé cómo salir de esto —dijo entre sollozos.

Sentí rabia, dolor y una tristeza tan profunda que pensé que me ahogaría en ella. Quise gritarle, golpearlo, pero solo pude quedarme sentada mirando mis manos temblorosas.

Los días siguientes fueron un infierno. Mi familia empezó a notar mi tristeza; mi mamá me llamaba todos los días desde Puebla para preguntar si todo estaba bien. No podía contarle nada; no quería preocuparla ni darle motivos para decir «te lo dije».

En el trabajo apenas podía concentrarme. Mis compañeras notaron mi distracción y una de ellas, Mariana, me llevó al baño para hablarme en privado.

—Lucía, ¿qué te pasa? Te veo mal desde hace días.

No pude más y rompí en llanto. Le conté todo entre sollozos y ella me abrazó fuerte.

—No estás sola —me dijo—. Muchas hemos pasado por algo así. Pero tienes que pensar en ti y en tus hijos primero.

Las palabras de Mariana me dieron fuerzas para enfrentar lo que venía. Hablé con Mauricio esa noche y le pedí que se fuera de la casa por un tiempo. Él aceptó sin protestar; creo que también necesitaba espacio para entender lo que había hecho.

Mis hijos preguntaron por su papá todos los días. Les inventé una historia sobre un viaje de trabajo largo; no podía romperles el corazón todavía.

Pasaron semanas antes de que pudiera mirar a Mauricio sin sentir odio. Un día vino a buscar algunas cosas y me pidió hablar conmigo.

—Sé que no tengo derecho a pedirte nada —me dijo— pero quiero estar presente para nuestros hijos… y también para el otro niño. No sé cómo manejar esto.

Lo miré largo rato antes de responderle:

—Tú elegiste esto, Mauricio. Ahora tienes dos familias y dos responsabilidades. Yo… yo solo quiero paz para mí y para mis hijos.

No sé qué va a pasar mañana. No sé si algún día podré perdonarlo o si podré volver a confiar en alguien más. Pero sí sé que ya no soy la misma Lucía ingenua de antes.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven engañadas por años sin sospechar nada? ¿Cuántas veces ignoramos las señales porque preferimos creer en la mentira cómoda antes que enfrentar la verdad dolorosa?

¿Y ustedes? ¿Qué harían si descubrieran un secreto así? ¿Perdonarían o seguirían adelante solas?