El último otoño en Puerto Esperanza

—¿Vas a quedarte ahí parado toda la noche, Emiliano? —La voz de mi madre, tan áspera como la brisa que golpea el malecón, me atraviesa el pecho. No la veía desde hacía siete años. Siete años de cartas sin respuesta, de llamadas colgadas y cumpleaños olvidados. Siete años desde que me fui de Puerto Esperanza jurando no volver jamás.

Pero aquí estoy, con la maleta en la mano y los pies hundidos en la arena húmeda, mientras el último sol del otoño se esconde detrás de los barcos pesqueros. El pueblo está casi vacío; los turistas se han ido y sólo quedan los que, como mi madre, nunca tuvieron a dónde huir.

—¿Vas a entrar o prefieres dormir con los cangrejos? —insiste ella desde la puerta, cruzada de brazos, con el cabello recogido y esa mirada que siempre me hizo sentir pequeño.

Trago saliva. El olor a salitre y a pescado fresco me golpea con fuerza, trayendo recuerdos de mi infancia: las tardes jugando con mi hermana Lucía en el muelle, las peleas por quién ayudaba a papá a limpiar las redes, las noches en que mamá lloraba en silencio creyendo que nadie la escuchaba.

Entro. La casa está igual que siempre, pero más fría. Hay fotos viejas en las paredes: papá sonriendo con su gorra azul, Lucía en su uniforme escolar, yo con los dientes chuecos y la mirada perdida. Me siento un intruso en mi propio hogar.

—¿Por qué volviste? —pregunta mi madre sin rodeos mientras sirve café en dos tazas desportilladas.

No sé cómo decirle que estoy cansado. Cansado de huir, de cargar con una culpa que no sé si es mía o de todos. Cansado de fingir que la ciudad me hizo feliz cuando lo único que conseguí fue perderme más.

—Necesitaba verte —respondo al fin, bajando la mirada.

Ella resopla. —¿Y Lucía? ¿Sabes algo de ella?

El nombre de mi hermana me duele como una herida abierta. Desde aquella noche en que discutimos y ella salió corriendo hacia el mar, nadie volvió a verla. Algunos dicen que se fue a Valparaíso, otros que cruzó la frontera buscando trabajo. Mamá nunca lo creyó. Yo tampoco.

—No —susurro—. No sé nada.

El silencio se instala entre nosotros como una tercera persona. Afuera, el viento hace crujir las ventanas y el mar ruge con fuerza. Me pregunto si Lucía estará escuchando ese mismo sonido en algún lugar lejano.

—¿Te acuerdas cuando tu papá te enseñó a remar? —dice mamá de repente, su voz temblando apenas—. Decías que el mar era tu amigo.

Asiento. Pero el mar también fue testigo de nuestras desgracias: del accidente de papá, del llanto de mamá, de la desaparición de Lucía y de mi huida cobarde.

—¿Por qué te fuiste, Emiliano? —pregunta ella al fin, mirándome a los ojos.

No puedo mentirle más. —Porque no soportaba verte sufrir. Porque sentía que todo era mi culpa…

Ella deja la taza sobre la mesa con un golpe seco. —¿Tu culpa? ¿Por qué?

Las palabras salen solas, como si hubieran estado esperando este momento durante años:

—Esa noche… yo le grité a Lucía que era una inútil, que sólo traía problemas. Le dije cosas horribles. Si no hubiera sido por mí…

Mamá se cubre la boca con la mano y sus ojos se llenan de lágrimas. Nunca habíamos hablado de esa noche. Nunca.

—Emiliano… —susurra—. No fue tu culpa. Todos dijimos cosas feas ese día. Yo también le grité…

La veo romperse frente a mí y siento que algo dentro de mí también se quiebra. Me acerco y la abrazo por primera vez en años. Lloramos juntos, como dos náufragos aferrados al mismo pedazo de madera.

Esa noche no duermo. Salgo al patio y miro el mar oscuro, preguntándome si Lucía estará viva, si alguna vez podrá perdonarnos. El pueblo duerme, pero yo no puedo cerrar los ojos.

Al día siguiente, camino por las calles vacías del pueblo. Todos me miran como si fuera un fantasma: Don Ernesto en la panadería, Doña Rosa barriendo su vereda, los pescadores arreglando sus redes. Nadie pregunta nada, pero todos saben quién soy y por qué volví.

En la plaza encuentro a Matías, mi amigo de la infancia. Está igual que siempre: flaco, moreno y con esa sonrisa triste.

—Te vi llegar anoche —dice sin rodeos—. ¿Vas a quedarte mucho?

—No lo sé —respondo—. Depende de mamá… y de mí.

Matías asiente y me invita un mate. Hablamos poco; no hace falta decir mucho cuando el dolor es compartido.

Esa tarde acompaño a mamá al cementerio. Llevamos flores a la tumba de papá y dejamos un ramo junto al mar para Lucía. Mamá reza en silencio; yo sólo puedo pedir perdón.

Los días pasan lentos en Puerto Esperanza. Ayudo a mamá en la casa, arreglo cosas viejas, paseo por el muelle buscando señales del pasado. Una tarde encuentro una carta escondida entre los libros de Lucía. Es para mí:

«Emiliano,
Si algún día vuelves y lees esto, quiero que sepas que te perdono. Todos estábamos rotos esa noche. Yo también dije cosas horribles. Pero te quiero, hermano. No busques culpables donde sólo hay dolor. Cuida a mamá por mí.
Lucía»

Lloro como un niño mientras leo esas palabras una y otra vez. Siento que algo se libera dentro de mí: el peso del rencor, la culpa, el miedo.

Esa noche le leo la carta a mamá y lloramos juntos otra vez. Por primera vez en años siento esperanza.

El otoño termina y el pueblo se prepara para el invierno. No sé si Lucía volverá algún día ni si podré perdonarme del todo, pero ahora sé que no estoy solo.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven atrapadas en silencios y culpas como nosotros? ¿Cuántos hermanos se pierden sin decir adiós? ¿Y si hoy fuera el momento de buscar el perdón antes de que sea demasiado tarde?