El Último Viaje de Doña Rosa

—¿Por qué no me dices a dónde vamos, Mariana? —pregunté, apretando la maleta contra mi pecho como si fuera un escudo. Mi voz temblaba, igual que mis manos. El taxi avanzaba por las calles de Ciudad de México, y cada semáforo parecía un juicio final.

Mariana, mi nuera, miraba por la ventana, evitando mi mirada. Su silencio era un cuchillo. Yo sentía el sudor frío bajando por mi espalda, el corazón golpeando como si quisiera salirse del pecho. Tenía 78 años y el miedo más grande de mi vida era terminar sola, en un asilo, olvidada por los míos.

—No te preocupes, doña Rosa —dijo finalmente—. Es solo por un tiempo. Vas a estar bien cuidada.

¿Solo por un tiempo? ¿Bien cuidada? Esas palabras me sonaban a sentencia. Recordé a mi vecina, doña Carmen, que lloró semanas enteras cuando sus hijos la dejaron en el asilo San José. Decía que el silencio ahí era más pesado que la muerte.

Miré por la ventana: los puestos de tacos, los niños corriendo tras una pelota desinflada, los vendedores ambulantes gritando sus ofertas. Todo eso era mi vida. ¿Cómo podía dejarlo atrás?

—¿Y mi hijo? ¿Por qué no vino él? —pregunté con voz quebrada.

Mariana apretó los labios. —Él está trabajando, doña Rosa. Ya sabe cómo es la vida ahora.

Pero yo sabía que no era solo el trabajo. Desde que me enfermé de diabetes y empecé a perder la vista, sentí que era una carga para todos. Mi hijo, Javier, ya casi no me hablaba. Mariana hacía lo que podía, pero yo sentía su cansancio en cada gesto.

El taxi se detuvo frente a un edificio gris. No era el asilo San José, pero tampoco era mi casa. Mariana bajó primero y me ayudó a salir. Sentí las miradas de los vecinos clavándose en mí como agujas.

—Vamos, doña Rosa —dijo Mariana, tomando mi brazo con firmeza.

Subimos al tercer piso por unas escaleras angostas. El departamento olía a humedad y a sopa recalentada. En la sala había una cama improvisada y una mujer joven con bata blanca.

—Buenas tardes, señora Rosa —dijo la mujer—. Soy la enfermera Lucía. Voy a estar con usted mientras se recupera.

Me senté en la cama, confundida y aliviada al mismo tiempo. No era un asilo, pero tampoco era mi hogar. Mariana me explicó que Javier había conseguido ese lugar para que yo estuviera más cerca del hospital y recibiera atención especial.

—Es solo hasta que estés mejor —me aseguró Mariana—. Después verás que todo vuelve a la normalidad.

Pero yo sabía que nada volvería a ser igual. Las noches eran largas y frías en ese departamento ajeno. Lucía era amable, pero no era familia. Cada vez que escuchaba pasos en el pasillo, pensaba que era Javier viniendo a verme, pero casi nunca era él.

Un día, mientras Lucía me ayudaba a peinarme, le pregunté:

—¿Tú tienes familia?

Ella sonrió tristemente.—Mi mamá vive en Veracruz. Hace años que no la veo porque trabajo aquí para mandar dinero a casa.

Sentí una punzada en el pecho. ¿Cuántos hijos e hijas como Lucía y Javier sacrificaban el calor del hogar por sobrevivir?

Una tarde lluviosa, Mariana llegó con Javier. Lo vi más viejo, más cansado. Se sentó a mi lado y tomó mi mano.

—Perdóname, mamá —susurró—. No supe cómo manejar todo esto. El trabajo, los niños… Me sentí rebasado.

Las lágrimas rodaron por mis mejillas. —Yo solo quería estar con ustedes —dije—. No me importa si no hay dinero ni lujos. Solo quiero sentirme parte de algo.

Mariana también lloraba en silencio. Nos abrazamos los tres, como si quisiéramos pegarnos los pedazos rotos del corazón.

Esa noche dormí mejor. Soñé con mi infancia en Puebla, con mis padres y mis hermanos alrededor de una mesa sencilla pero llena de risas.

Pasaron semanas y mi salud mejoró un poco. Lucía se convirtió en una amiga; me contaba historias de su pueblo y yo le enseñaba recetas de mole poblano.

Un día Javier llegó temprano y me dijo:

—Mamá, ya arreglamos todo para que regreses a casa con nosotros.

Sentí una mezcla de alegría y miedo. ¿Y si volvía a ser una carga? ¿Y si todo volvía a romperse?

Pero cuando crucé la puerta de su departamento y vi a mis nietos corriendo hacia mí, supe que valía la pena intentarlo otra vez.

Ahora escribo esto desde el sillón junto a la ventana, viendo cómo el sol se cuela entre las cortinas viejas. Aprendí que el miedo al abandono es tan grande como el amor que sentimos por nuestra familia.

¿Será que algún día aprenderemos a cuidar de nuestros viejos sin miedo ni culpa? ¿O seguiremos repitiendo este ciclo de soledad y arrepentimiento?