El último viaje de Mariana

—¿Por qué las chicas jóvenes tienen que andar solas por estos caminos? —gruñó mi papá, Leonel, mientras frenaba bruscamente su vieja camioneta Nissan azul. El polvo se levantó como una nube y las piedras saltaron bajo las ruedas. Yo, Mariana, apretaba los puños en mi regazo, sintiendo el sudor frío correrme por la espalda. Afuera, dos chicas de mi edad agitaban los brazos con desesperación, pidiendo que alguien las llevara.

No era la primera vez que veía esa escena. En nuestro pueblo, perdido entre las montañas de Ayacucho, todos sabíamos que pedir aventón era casi un acto de fe. Pero para mi papá, era una provocación. “Las mujeres decentes no andan solas”, repetía siempre, como si el peligro fuera culpa nuestra y no del mundo que nos rodea.

—¿A dónde van? —preguntó él, bajando la ventana y mirando a las chicas con desconfianza.

—A Huanta, señor —respondió una, con voz temblorosa—. Mi mamá está enferma y no tenemos dinero para el pasaje.

Mi papá dudó un segundo. Yo sentí su mirada sobre mí, como si esperara que yo opinara. Pero yo solo quería desaparecer. Desde hacía meses, nuestra casa era un campo de batalla silencioso: él no entendía mis ganas de estudiar en Lima, yo no soportaba su miedo disfrazado de autoridad.

Las chicas subieron atrás y seguimos el camino en silencio. Yo miraba por la ventana, contando los cactus y los burros flacos que pasaban. Pensaba en mi mamá, muerta desde hacía tres años, y en cómo todo cambió desde entonces. Papá se volvió más duro, más terco. Yo aprendí a callar mis sueños.

—¿Por qué tienes esa cara? —me preguntó de pronto.

—Nada —mentí.

—No quiero verte como ellas, ¿me entiendes? No quiero que termines pidiendo ayuda a extraños.

—¿Y si no hay otra salida? —le respondí sin pensar.

El silencio cayó como una piedra. Las chicas atrás se miraron incómodas. Yo sentí que algo dentro de mí se rompía. ¿Por qué tenía que vivir con miedo? ¿Por qué mi libertad era siempre una amenaza para él?

Esa noche, después de dejar a las chicas en Huanta y volver al pueblo, discutimos como nunca antes.

—¡No vas a irte a Lima! —gritó él—. ¡Allá solo hay problemas! ¡Aquí tienes tu casa!

—¡Aquí solo tengo tus miedos! —le grité yo, con lágrimas en los ojos—. ¡No soy mamá! ¡No voy a quedarme encerrada!

Me encerré en mi cuarto y lloré hasta quedarme dormida. Soñé con mi mamá, con su voz suave diciéndome que no tuviera miedo. Al despertar, supe lo que tenía que hacer.

Esa mañana empaqué mi mochila con lo poco que tenía: dos mudas de ropa, mi cuaderno de poemas y la foto vieja de mamá. Esperé a que papá saliera al campo y salí sin mirar atrás. Caminé hasta la carretera y levanté el pulgar, como las chicas del día anterior.

El primer carro que pasó era una combi destartalada llena de campesinos. Me subí sin preguntar a dónde iba. Sentí el corazón latir tan fuerte que pensé que todos lo escucharían.

En el camino conocí a Rosa, una señora que vendía queso en Lima. Me ofreció quedarme en su casa unos días mientras buscaba trabajo o una beca para estudiar. Por primera vez sentí esperanza.

Pero la ciudad era otra cosa. El ruido, la gente apurada, los hombres que te miran como si fueras invisible y peligrosa al mismo tiempo. Llamé a papá desde un teléfono público.

—Papá… estoy bien —le dije apenas contestó.

—¿Dónde estás? ¡Regresa! —su voz sonaba rota.

—No puedo… Necesito esto. No me odies.

Colgué antes de escuchar su respuesta. Lloré en la vereda mientras la gente pasaba sin mirarme.

Los días siguientes fueron duros. Busqué trabajo limpiando casas, vendiendo dulces en los micros, cuidando niños ajenos mientras soñaba con volver a estudiar. Rosa me cuidaba como podía, pero yo extrañaba el olor del campo y hasta los gritos de mi papá.

Una tarde, mientras vendía caramelos en la avenida Abancay, un hombre me siguió varias cuadras. Sentí el miedo pegado a la piel como nunca antes. Corrí hasta perderlo entre los puestos del mercado y me escondí detrás de una señora gorda que vendía papas.

Esa noche llamé a papá otra vez.

—Papá… tengo miedo —le dije llorando.

Él no dijo nada por un rato. Luego escuché su voz temblorosa:

—Hija… yo también tengo miedo. Pero tienes que aprender a cuidarte…

Por primera vez sentí que me entendía. No era solo su miedo; era el mío también.

Pasaron semanas antes de poder inscribirme en un instituto nocturno gracias a una beca pequeña. Trabajaba de día y estudiaba de noche. A veces pensaba en regresar al pueblo, abrazar a papá y decirle que tenía razón: el mundo es peligroso para las mujeres solas. Pero luego recordaba las palabras de mamá: «El miedo no puede ser tu casa».

Un día recibí una carta de papá. Decía: «Te extraño todos los días. Perdóname por no saber cómo cuidarte sin cortarte las alas».

Lloré como nunca antes. Supe entonces que crecer es aprender a tener miedo y seguir adelante igual.

Hoy escribo esto desde un cuarto pequeño en Lima, con la foto de mamá sobre el escritorio y la voz de papá en mi memoria. Sé que algún día volveré al pueblo y nos abrazaremos sin reproches ni culpas.

Pero ahora me pregunto: ¿Cuántas hijas más tendrán que huir para ser libres? ¿Cuántos padres aprenderán a soltar sin dejar de amar?

¿Y tú? ¿Qué harías si tu libertad dependiera de desafiar los miedos de quienes más te aman?