Encerrada en el Silencio: El Viaje de Mariana entre el Miedo y la Libertad

—¿Otra vez llegaste tarde, Mariana? —La voz de Ernesto retumbó en la cocina, seca y cortante, mientras yo dejaba las bolsas del mercado sobre la mesa. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a explotar. No eran ni las seis de la tarde, pero para él cualquier excusa era buena para empezar una discusión.

—El tráfico estaba terrible, Ernesto. Además, tuve que esperar a que me pagaran en la oficina— respondí, intentando sonar tranquila, aunque por dentro temblaba.

Él se acercó y me miró con esos ojos oscuros que antes me parecían tiernos y ahora solo me daban miedo. —¿Y el dinero? —extendió la mano sin mirarme a los ojos. Saqué mi cartera y le entregué todo mi sueldo, como hacía cada quincena desde que nos casamos hace siete años. Al principio pensé que era normal, que así funcionaban las parejas: compartirlo todo. Pero pronto entendí que no era compartir, era ceder.

Mi mamá siempre decía: “Mariana, una mujer debe tener su guardadito”. Pero yo, enamorada y terca, no le hice caso. Ahora, a mis 34 años, no tenía ni un peso propio ni un lugar seguro donde llorar. Vivíamos en un departamento pequeño en el centro de Puebla, rodeados de vecinos chismosos y paredes tan delgadas que cualquier grito se convertía en rumor al día siguiente.

La familia de Ernesto nunca me aceptó del todo. Decían que yo era demasiado independiente, demasiado «moderna» para su gusto. Pero él me prometió que juntos construiríamos algo diferente. Lo que nunca imaginé fue que ese «algo» sería una jaula invisible.

Los primeros años fueron dulces. Ernesto me llevaba flores, me escribía notas y me decía que yo era su vida entera. Pero cuando perdí a nuestro primer bebé, algo cambió en él. Se volvió más frío, más controlador. Empezó a revisar mis mensajes, a preguntarme con quién hablaba en el trabajo, a decidir qué ropa podía ponerme.

—No quiero que uses esa blusa al trabajo —me dijo una mañana mientras me miraba de arriba abajo—. No me gusta cómo te queda.

—Pero es solo una blusa blanca…

—Te dije que no —su tono no admitía discusión.

Así empezó todo: primero fue la ropa, luego las salidas con mis amigas, después el dinero. Cada vez que intentaba hablar con él sobre cómo me sentía, terminábamos peleando. Él siempre encontraba la manera de hacerme sentir culpable: “Si tú no fueras tan terca…”, “Si tú confiaras más en mí…”.

En la oficina nadie sabía nada. Yo era la eficiente Mariana González, siempre sonriente y dispuesta a ayudar. Pero por dentro sentía que me estaba desmoronando. Mi única confidente era mi compañera de escritorio, Lucía, quien un día me preguntó:

—¿Por qué nunca sales con nosotras después del trabajo?

Me quedé callada unos segundos antes de inventar una excusa cualquiera. ¿Cómo decirle que tenía miedo de llegar tarde a casa? ¿Cómo explicar que no podía gastar ni un peso sin permiso?

Las cosas empeoraron cuando Ernesto perdió su trabajo durante la pandemia. De pronto, todo el peso de la casa cayó sobre mis hombros. Él se volvió más irritable y exigente. Si alguna vez le reclamé por no buscar empleo, su respuesta fue un portazo o un silencio helado que duraba días.

Una noche, después de una discusión especialmente dura porque le dije que necesitaba comprarme unos zapatos nuevos para el trabajo, Ernesto me gritó:

—¡Eres una malagradecida! ¡Todo lo que hago es por ti! Si no te gusta cómo vivimos, ¡puedes largarte!

Pero yo sabía que no podía irme. ¿A dónde? ¿Con qué dinero? Mi familia vivía lejos y apenas teníamos contacto porque Ernesto siempre encontraba pretextos para evitar las reuniones familiares.

Empecé a tener pesadillas. Soñaba que corría por un pasillo interminable mientras alguien me perseguía. Me despertaba sudando frío y con el corazón acelerado. El miedo se volvió mi compañero constante: miedo a equivocarme, miedo a hablar demasiado alto, miedo a perder lo poco que me quedaba de mí misma.

Un día, Lucía me encontró llorando en el baño de la oficina.

—Mariana, ¿qué te pasa? —me abrazó sin esperar respuesta.

No pude más y le conté todo entre sollozos: el control del dinero, los gritos, el aislamiento. Ella me miró con ojos llenos de compasión y rabia.

—Eso es violencia, Mariana. No tienes por qué aguantarlo.

Sus palabras me sacudieron como un rayo. ¿Violencia? Siempre pensé que mientras no hubiera golpes no era tan grave. Pero esa noche, al llegar a casa y ver a Ernesto sentado frente al televisor como si nada pasara, sentí una rabia nueva crecer dentro de mí.

Empecé a guardar monedas en una cajita escondida detrás del botiquín del baño. Cada vez que podía, apartaba un billete de veinte pesos del súper o del cambio del camión. Era poco, pero era mío.

Un sábado por la mañana recibí una llamada inesperada: mi mamá estaba enferma y necesitaba ayuda en Veracruz. Le dije a Ernesto que debía irme unos días; él protestó pero al final aceptó porque sabía que no podía negarse sin levantar sospechas.

En el autobús rumbo a Veracruz sentí por primera vez en años una sensación extraña: esperanza. Mi mamá me recibió con los brazos abiertos y lágrimas en los ojos.

—Hija, aquí tienes tu casa —me dijo—. No tienes por qué volver si no quieres.

Esa noche lloré como nunca antes. Lloré por los años perdidos, por mi ingenuidad y por todas las veces que callé por miedo o vergüenza.

Hoy escribo esto desde la casa de mi madre. No sé qué va a pasar mañana ni cómo voy a reconstruir mi vida desde cero. Pero sé que ya no quiero vivir con miedo ni entregar mi libertad a nadie más.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más estarán viviendo lo mismo en silencio? ¿Cuándo aprenderemos a escuchar nuestra propia voz antes que la de los demás?